Guerra sucia contra la droga en Filipinas

La Policía inspecciona el cadáver de un drogadicto abatido a tiros por la Policía el pasado miércoles. Carlos y Evangeline Operario en el velatorio de su hijo Bernardo, asesinado el pasado día 4 por dos sicarios que se lo llevaron de su grupo de amigos sin que nadie pudiera hacer nada. Florante Ignacio, funcionario de un "barangay" (barrio) de Manila, denuncia que su hijo, Jhan Cyrell, no tomaba drogas y fue asesinado por "error", como víctima colateral de la sangrienta lucha contra la droga en Filipinas. Cora Galang, en el velatorio de su hijo, Louiseto Torrillia, abatido a tiros por la Policía el pasado día 16 en una operación antidroga en el Cementerio del Norte de Manila. Los agentes de la unidad SOCO (Scene of Crime Operations) son los primeros en acudir a la escena del crimen para recoger pruebas e investigar el caso, pero la mayoría de los asesinatos quedan impunes. El obispo emérito de Caloocan, Deogazias Yniguez, descubre una placa en la catedral de San Roque en honor de Kian de los Santos, víctima colateral de la "guerra sucia" contra la droga, ante su familia y la senadora Risa Hontiveros (de blanco).. Rosita Opiasa pertenece a la Unión de Guardianes de Makabangsan, una asociación que apoya al presidente Duterte, pese a que su hijo, Jason Ribera, fue asesinado el año pasado por unos pistoleros en la guerra contra la droga. A su espalda, dos jóvenes del arrabal Market 3 se tapan la cara por miedo a que la Policía o los "escuadrones de la muerte" los identifiquen. Tidea Regalario, madre de Efrén Bondocoy, otra víctima de la guerra contra la droga, en la chabola donde vive junto a sus cuatros nietos en el arrabal de "Paradise Village" ("Pueblo Paraíso"), junto al puerto de Manila. Como manda la tradición, los amigos de Lousieto Torrillia acuden a su velatorio en plena calle, donde comen y beben para despedirlo con una fiesta y juegan a las cartas para recaudar fondos con los que pagar los 30.000 pesos (500 euros) que cuesta su funeral. La droga más extendida en Filipinas, sobre todo en los inmundos arrabales de Manila, es el "shabú", la cocaína de los pobres. En tagalo, así se conoce a esta metanfetaminas que, quemada sobre papel de aluminio, inhalan cuatro millones de filipinos para aguantar sin dormir horas y horas de fiesta o trabajo. Cada placa de "shabú", que cuesta unos 500 pesos (ocho euros), da para fumarla unos 20 minutos. Saldy Aspy ha perdido a 30 de sus amigos en los dos últimos años. "Trabajamos 20 horas al día descargando barcos y tomamos "shabú" para aguantar", se justifica el joven, cuyo nombre figura en la lista de drogadictos del arrabal donde vive porque ya ha estado en la cárcel. A sus 23 años, sabe que tiene los días contados: "Temo acabar como mis amigos, pero no tengo dinero para irme de aquí".