Fantasmas
Erdogan se convierte en Putin gracias a la irónica nostalgia que todavía produce el imperio otomano
En su «Breve Historia de Turquía» (Ariel, 2012), Norman Stone argumenta que el imperio otomano es un fantasma que persigue al mundo moderno. Una aseveración reforzada a la vista del plebiscito por el que Turquía ha decidido prescindir del tipo de gobierno republicano y secular que ha intentado seguir desde hace casi un siglo.
En virtud de un escuálido margen de victoria, a todas luces insuficiente como para ganar cualquier medida de legitimidad, se ha dado por buena una reforma constitucional que concentra todo el poder ejecutivo (y mucho más) en su presidente, Recep Tayyip Erdogan.
La polémica génesis de este preocupante neosultanato confirma que, aunque el imperio otomano desapareció hace ya un siglo entre la embestida de cambios radicales precipitados por el final de la Primera Guerra Mundial, los enormes territorios que llegó a controlar la Sublime Puerta no han hecho más que sufrir desde entonces una interminable letanía de tragedias, sectarismo, aislamiento y violencia.
Desde el siglo XIV, el imperio otomano llegó a extenderse desde la costa atlántica de Marruecos hasta el río Volga en Rusia, y desde la frontera actual entre Austria e Hungría hasta Yemen y Etiopía.
Todo este overreach produjo de forma inevitable un largo declive jalonado por la pérdida sucesiva del control sobre el mar Negro y el Cáucaso, los Balcanes, Grecia y, finalmente, el mundo árabe.
Esta menguante geografía ha producido conflictos sin fin, una dolorosa invertebración política y extremas dificultades para entrar por la senda de las naciones-estado. Hasta el punto de generar una irónica nostalgia por el imperio otomano, empezando en la propia Turquía de Erdogan.