Donald Trump, de «tycoon» a «stateman»
Se hace deseable que el presidente electo de EE.UU. deje de lado sus ambiciones de corte personal y trate de entender que, a la cabeza del país más poderoso del mundo, tiene que actuar en nombre del provecho colectivo, no en el propio
La conquista de la presidencia de los USA por Donald Trump viene a demostrar con creces lo que siempre dijeron los americanos con orgullo de sí mismos: que constituían el país de las grandes oportunidades y que cualquiera podía soñar con alcanzar aquello que se proponía y por lo que luchaba. Dicho de otro modo: que cualquiera puede ser presidente de los EE.UU. si tiene confianza en el empeño y sabe movilizar sus recursos. Trump ha demostrado que dominaba ambos escenarios: el de la fe y el de la estrategia.
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Uno se pregunta si incluso sus frecuentes exabruptos y salidas de madre no han sido un acierto antes que un obstáculo en su carrera hacia la presidencia. El buen gusto ya no es una cualidad de primer hombre ni en América ni en ningún país de Occidente: basta encender un televisor para saberlo.
Condición: ser millonario
La afirmación primera a que nos referíamos ha hecho de EE.UU. un país grande, laborioso, poderoso y orgulloso de sí mismo. En cierto modo, ha hecho sentirse a los americanos un pueblo elegido de Dios. Pero esa idea precisa de un correctivo. Y es que un cualquiera no puede llegar a la cumbre del poder político ni en Estados Unidos ni en ningún país de la tierra. Normalmente es preciso un firme aparato de medios y de personas para apoyarlo. Y si no se cuenta con todo eso, es como jugar al póker con cuatro cartas. En los EE.UU., sin embargo, no basta tampoco con eso, o al menos no es tan fundamental como otro elemento: hoy, en los USA es preciso ser millonario para conseguir alcanzar la presidencia . Trump lo es, como lo es Hillary y también el «outsider» demócrata derrotado por ella, el socialista Sanders , en la nominación previa de su partido. Los tiempos en que el hijo de un granjero medianamente acomodado, un chico sin apenas estudios primarios como Abraham Lincoln –dotado eso si de una gran capacidad oratoria y de un carisma únicos–, fueron excepcionales y hace mucho que pasaron a ocupar sitio en el lado mitológico de la historia norteamericana. Los Roosevelt, Kennedy , Clinton y ahora Trump son de otra especie: pertenecieron y pertenecen a la casta de los que cuentan su fortuna por encima de los seis ceros. Aunque en el caso de este último la casta sea de distinto jaez de la de los citados junto a él.
Trump no es un millonario de alcurnia, sino un «self made man» con negocios en ocasiones oscurecidos por su afición a torear impuestos. Dueño de una enorme riqueza, debe ahora ponerse al frente del más difícil de todos los negocios de su exitosa carrera: gobernar un país que es ni más ni menos que el más poderoso de la tierra. ¿Basta con ser un brillante y próspero empresario de hostelería para enfrentarse a tal reto? Ese es el lado más complejo de su empeño. Los EE.UU. casi siempre acertaron a elegir presidente al hombre adecuado para el momento oportuno: el primer Roosevelt de las grandes reformas y la lucha contra la corrupción, el segundo Roosevelt del «new deal» y la II Guerra Mundial, el Clinton de la barbarie de los Balcanes, el Obama de la reforma de la sanidad… ¿Está a esa altura el empresario Trump en un tiempo que, por otras y múltiples razones, se nos antoja también crítico?, ¿dará la talla precisa en un periodo de desplazamientos humanos de carácter casi bíblico, en el que millones de personas huyen de la guerra y de la miseria como en las épocas apocalípticas de la historia del hombre?
En los últimos años hemos asistido un vertiginoso descrédito de la política –no sólo en los EE.UU., sino en todas las democracias de Occidente– en beneficio de un fortalecimiento de las estructuras de los dueños de las finanzas que, más o menos desde la sombra, han ido tejiendo un poderoso y sutil imperio ante el que las sociedades civiles han ido cayendo sometidas, lo que ha producido un socavamiento de la moral pública y privada. Los seres humanos se miden cada vez más por lo que tienen y no por lo que son y así ya no se nos hace extraño oír las más procaces proclamas en la voz de personajes públicos para quienes el desdén de la ética y el mal gusto de la estética son sus señas de identidad. Como Trump.
Capacidad negociadora
Pero él es un hombre de negocios, oficio para que se precisan capacidad negociadora –las misma definición de sus tareas lo proclama–, y una ambición de poseer. No obstante, en la «cosa pública» la posesión no es privada, sino un bien común. Y el magnate tendrá ahora que demostrar que no es sólo un exitoso empresario. Y sólo lo hará convirtiéndose en un hombre de estado. Van a exigírselo los americanos y también una buen aparte de ciudadanos del planeta en donde su voz nunca caerá en el vacío, para bien o para mal de millones de seres humanos. A partir de ahora sus frivolidades dialécticas, si sigue en su línea, tendrán una desmesurada trascendencia.
Porque es seguro que el Trump de hoy no va a ser el mismo al que oíamos ayer . Todo hombre de negocios sabe que, en busca de un acuerdo, las partes que negocian tienen que ceder siempre. Y él deberá ceder en muchas de sus promesas. Quizás, a comenzar por la valla con México , comprendiendo de una vez –y nunca mejor dicho– que no se le pueden poner puertas al campo.
Lo que se hace deseable es que deje de lado sus ambiciones de corte personal y trate de entender que, a la cabeza del país más poderoso del mundo, tiene que actuar en nombre del provecho colectivo, no en el propio. Ese es su reto: dejar de ser un «tycoon» para ser un «stateman».