Diego Carcedo

El día que conocí al «carnicero de Tiananmen»

El periodista Diego Carcedo relata su encuentro con el ex primer ministro chino Li Peng, fallecido el pasado lunes

Diego Carcedo

El reciente fallecimiento del ex primer ministro chino Li Peng, a los 90 años, ha traído a la memoria colectiva, por segunda vez en menos de dos meses, los horrores de uno de los mayores aplastamientos civiles del siglo XX, el de la plaza de Tiananmen de 1989. El asesinato de un número indeterminado de manifestantes a manos del régimen le valió a Li el sobrenombre de «el carnicero de Tiananmen», un apodo que le acompañó durante su gestión (1987-1998) y se extendió hasta el día su muerte, el pasado lunes.

Cuando tuve la oportunidad de saludarlo en la imponente Casa del Pueblo de Pekín recuerdo que me temblaban las piernas de nerviosismo. En una iniciativa sin precedentes, un grupo de veintitantos periodistas de diferentes países europeos habíamos sido invitados por el Diario del Pueblo -el periódico oficial del Partido Comunista- a visitar una China que comenzaba a abrir sus puertas a los extranjeros.

Desde que descendimos del avión, no habíamos dejado de recibir bienvenidas y parabienes. Mis compañeros me habían elegido presidente del grupo, así que a mí me tocaba responder con un discurso -en seis días pronuncié 17- a las reiterativas palabras de bienvenida de nuestros anfitriones. La organización había contratado un autobús y, contra mis deseos de convivir en todo con los colegas, me habían asignado una limusina, con chófer, escolta y traductora.

El ministro de Información nos invitó a cenar pato laqueado en el mítico restaurante «La Muralla» y a una pintoresca representación teatral que enseguida nos dejó dormidos a todos. En los días siguientes conocimos la capital, la Ciudad de la Seda, Shangai… Y en todas partes éramos obsequiados con banquetes de cuarenta platos exóticos. Al cuarto día nos reunimos en el Diario del Pueblo con su director ejecutivo (oficialmente el titular era el ministro).

Era un complejo de instalaciones más bien destartaladas y con un entorno de viviendas -unas tres mil- de las familias de los trabajadores. El director, de aspecto taciturno y parco en palabras, nos invitó a un té y, sentados a la mesa de la redacción, entablamos una conversación que nosotros intentábamos llevar al terreno profesional y él mantener con largos silencios y respuestas tan breves como ambiguas. Era evidente que se sentía incómodo y se mostraba cauteloso.En el momento de la despedida, me arriesgué a formularle una pregunta que intuía podía resultarle comprometida.

-Algunos de nosotros, también dirigimos medios públicos en nuestros países. Yo concretamente dirijo la Radio Nacional en España. Y todos tenemos que afrontar frecuentes encontronazos con quienes nos han nombrado, pero nuestra obligación es hacer periodismo, gústeles o no, y eso nos crea frecuentes enfrentamientos y tensiones. Usted deduzco que está en una situación similar. ¿Cómo discurren sus relaciones con el Gobierno y con el Partido?

Se quedó pensativo unos instantes. Respiró hondo y mirándome a los ojos, exclamó: «¡Ay, si yo le contara!».

Cuando nos avisaron de que nos recibiría Li Peng, entonces ya presidente de la Asamblea Popular, la segunda magistratura del país, recuperé todas las preocupaciones. Era consciente de que tenía que ser amable y agradecerle la hospitalidad, pero también que no debía ni dar una imagen de sumisión ni olvidar que representaba a periodistas libres, todos de países democráticos.

Me impresionó la gigantesca plaza y la parafernalia a la entrada de la sede de la Asamblea. Li Peng, se adelantó a recibirme y me ofreció sentarme a su derecha en la Presidencia. Mientras él saludaba a los colegas que se acercaban, me eché a un lado y observé que Adam Miichnik, el gran intelectual anticomunista polaco, director de la Gazeta Wyborcza, me hacía señas para que me aproximase.

-Diego, me marcho. A este hijo de p. yo no le doy la mano. Si se publica una foto con él, no podré regresar a Varsovia.

Las preocupaciones que me agobiaban se multiplicaron. Escuchando su discurso, cordial y amable, la cabeza me daba vueltas. Cuando llegó mi turno procuré responder en el mismo tono, pero no eludí los principios profesionales que nos unían. Li Peng escuchaba la traducción sin inmutarse. Cuando terminé, le dije que nos gustaría hacerle algunas preguntas. «Por supuesto», respondió. Rápidamente Pascal Bourgaux, directora de internacional de la Televisión Belga, levantó la mano.

-Señor presidente: hace ocho años, miles de estudiantes que se manifestaban pacíficamente en esta plaza, fueron masacrados por los tanques. Entonces usted era primer ministro y quien anunció la imposición de la ley Marcial y dio la orden. Si esa situación se repitiese, ¿usted volvería a hacerlo?

Al escucharla me sentía deslizar por la butaca. Observé que él escuchaba imperturbable. Cuando terminó la traducción, se quitó lentamente los auriculares, depositó las gafas en la mesa, y respondió:

-Gracias, señora. Esta pregunta ya sabía que me la iban a hacer. Pero me sorprende que siendo ustedes tan buenos periodistas, sea la primera que me formulen.

Luego desgranó unas explicaciones farragosas y poco convincentes. Las preguntas siguientes se centraron en las estadísticas y entonces -era su orgullo- se explayó sin mirar el reloj aportando datos y enorgulleciéndose del nueve por ciento anual en que, de una forma sostenida, crecía la economía.

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