Análisis

El desgobierno planetario frente al coronavirus

La crisis del Covid-19 vuelve a mostrar la falta de operatividad de los grandes organismos internacionales para proteger a la población

Campo 87, en un cementerio de Milán, donde fueron enterradas 60 personas fallecidas por Covid-19 y que no han sido reclamadas AFP

Por Jesús A Núñez

Sabemos desde hace décadas que las amenazas a las que nos enfrentamos –sea la crisis climática, la proliferación de armas de destrucción masiva, las pandemias, el terrorismo, el crimen organizado y tantas otras– superan las capacidades de cualquier Estado nacional en solitario. Sabemos, por tanto, que solo sumando capacidades y voluntades nacionales, públicas y privadas, es posible articular una estrategia multilateral y multidimensional con ciertas posibilidades de éxito, enfocada principalmente a la prevención y a la respuesta común ante lo que nos afecte. Y, sin embargo, como bien demuestra la Covid-19, seguimos atrapados en un suicida enfoque individualista, mientras los órganos de gobernanza de la globalización muestran su impotencia para salir al paso.

Nada de esto ocurre porque la Covid-19 sea un «cisne negro» absolutamente inesperado. De hecho, desde el final de la Guerra Fría, las pandemias ya figuran explícitamente en las Estrategia Nacionales de Seguridad de países como España y, en lo que llevamos de siglo, hasta en siete ocasiones la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitió una emergencia de salud pública de importancia internacional. Tampoco es debido a la inexistencia de organismos multilaterales con mandato para preservar la seguridad humana. La ONU , único y legitimo representante de la comunidad internacional, fue creada para ello tras el brutal impacto de dos guerras mundiales. En su seno cuenta con agencias y departamentos potencialmente capacitados para ejercer ese papel… si sus 193 Estados miembros les dieran los medios necesarios.

Pérdida de control

El actual desajuste del sistema de gobernanza es el resultado, a escala nacional, de la doctrina neoliberal que logró imponer, ya en los años ochenta, la idea de que el Estado es parte del problema y el mercado es la solución. Así se ha llegado a un punto en el que los Estados han perdido el control de muchos procesos (sobre todo de la mano de actores económicos multinacionales) que afectan muy directamente al bienestar y la seguridad de sus ciudadanos. Por otra parte, el multilateralismo ha ido perdiendo defensores, como lo demuestra el hecho de que siquiera figura ya en el orden del día la reforma de la ONU, mientras Trump opta por salirse de la Unesco, la Unrwa, el Acuerdo de París o ahora también de la OMS , e incluso la Unión Europea muestra abiertamente sus fracturas internas poniendo en serio peligro su imprescindible proyecto de unión política.

En lugar de avanzar por la senda que marcaba en 2005 Kofi Annan , en el último intento reseñable de actualizar la ONU, reclamando un nuevo orden internacional basado en el desarrollo, la seguridad y los derechos humanos para todos, la organización se ha quedado convertida apenas en un chivo expiatorio (para echarle las culpas por su inacción), en un aval a posteriori (para justificar determinadas acciones bélicas) o en un cajón de sastre humanitario (para paliar mínimamente los desastres provocados por aventuras militaristas o alguna catástrofe). Así se explica que, hasta hoy, el Consejo de Seguridad no ha logrado ni siquiera reunirse, a diferencia de lo ocurrido cuando estalló la pandemia del Sida o del Ébola. Y si hoy se puede achacar esa responsabilidad a China, temerosa de verse señalada con el dedo acusador, ayer fueron otros privilegiados como EE UU o Rusia los que recurrieron al mismo abuso para tapar sus vergüenzas.

Sin gobernanza global efectiva –es decir, sin ONU– el planeta se mueve a bandazos, acercándonos cada vez más a la ley de jungla, en la que cada Estado, dependiendo de sus propias fuerzas, trata únicamente de defender sus intereses e imponer su dictado a otros. Si eso podía valer antes de la entrada en la era nuclear, hoy resultaría ridículo si no fuera tan inquietante. Inquietante porque nos arrastra a una competencia en la que todos salimos perdiendo. Y, tal como se está comprobando, no sirven como sustitutos ni el G-7 ni el G-20 . Arrinconado el primero por su falta de representatividad, el segundo, creado en plena crisis de 2008, tampoco ha sido capaz –al igual que otros organismos como el FMI o el Banco Mundia l– de ir mucho más allá de las declaraciones y puntuales promesas todavía por implementar.

Cortoplacismo

No debería haber ninguna duda de que necesitamos un policía mundial y un gestor planetario para atender a los problemas que compartimos en este desigual mundo globalizado, que no va a terminar cuando se supere la pandemia. Idealmente, la ONU debe ser la referencia central ( sin olvidar a la UE a escala europea ). Pero, al menos de momento, es el mismo cortoplacismo y el mismo nacionalismo mal entendido de 2008 el que ahora nos vuelve a dejar sin capacidad para contar con un órgano de dirección y coordinación a escala planetaria para responder a problemas que pueden suponer la muerte de cientos de miles de personas y la ruina material de muchos millones. ¿Hasta cuándo?

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre conflictos y acción humanitaria (Iecah) @SusoNunez

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