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La conjura que tumbó a Thatcher: «Al menos la apuñalaron de frente»
Se cumplen treinta años de la caída de una estadista de leyenda, víctima del debate europeo, un impuesto impopular y su arrogancia
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Verano de 1989. Margaret Thatcher, la hija de un tendero metodista de la Inglaterra provinciana y eterna, peina 63 años (perfectamente enlacados, of course, y con perlas al cuello). Es una gobernante de leyenda, la primera mujer en el Número 10, donde vive desde hace ya diez años, y el primer gobernante británico con formación científica (química por Oxford). Ha vencido en tres elecciones consecutivas. Ha ganado la Guerra Fría junto a Reagan y el Papa Wojtila. Ha impulsado la llamada «Revolución Conservadora» y le ha dado la vuelta al Reino Unido, abriendo su economía y devolviéndole la autoestima tras unos convulsos y depresivos años setenta, de inflación desbocada, sindicalismo salvaje y hasta apagones.
En 1989 el sida era una enfermedad incurable. Segaba 800 vidas al año en Gran Bretaña. El 3 de agosto, Thatcher decide visitar el Mildmay Mission Hospital del Este de Londres, donde se atiende a terminales de VIH. La primera ministra exige anonimato total. No habrá cámaras y la cita no figurará en su agenda oficial. Una vez allí, conversa con dos pacientes muy debilitados. El primero, con las marcas del sarcoma de Kaposi. El segundo, un joven estadounidense esquelético y febril, que al verla piensa que está delirando. La «premier» sujeta su brazo amistosamente y le va haciendo preguntas para calmarlo. Habla con él «maternalmente y con todo el tiempo del mundo», según la única asistente que la acompaña. De regreso al Número 10, Thatcher, que nunca fue una mujer adinerada, firma un cheque particular de mil libras como donativo al hospital del sida. La cara humana de la Dama de Hierro.
Pero también existía el hierro, por supuesto. Ese mismo año tiene su primer nieto y lo comunica así: «Nos hemos convertido en abuela». Tras una década en el poder se ha vuelto muy altiva y acostumbra a referirse a sí misma en plural mayestático, como si fuese la Reina. «En privado yo estaba incómodo con su creciente estilo autocrático. Un estilo guerrero, profundamente anticonservador», cuenta en sus memorias John Major, su sucesor (y para ella, el auténtico Judas que orquestó su caída). Thatcher, que adoraba la confrontación, vivía al final en guerra permanente con buena parte de su gabinete. Su modoso viceprimer ministro, Geoffrey Howe, que con su dimisión abrió la espita de la caída de la «premier», a veces era sorprendido por sus ayudantes con lágrimas en los ojos tras alguna reprimenda de ella.
La nacida como Margaret Hilda Roberts en octubre de 1925 fue un personaje poliédrico. A veces, contradictorio. Su gran biógrafo, Charles Moore, la resume así: «Agresiva, pero amigable. Ruda y educada. Calculadora, pero con principios. Con una mirada de hielo y un corazón cálido».
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En el año 1990 todo se tuerce inesperadamente para Thatcher. La política del «zeitgeist», la estadista que siempre supo leer y compartir las ansias de su tiempo, está perdiendo su olfato. Comienzan a aflorar remolinos profundos, tapados hasta ahora por su éxito electoral, su personalidad arrolladora y su prestigio internacional. Para financiar a las administraciones locales, se empecina en contra del criterio de sus ministros en establecer una nueva tasa municipal, el «impuesto a la comunidad», que grava a todos los vecinos con idéntica cantidad, con independencia de su renta y circunstancias. Nigel Lawson, su inteligente ministro del Tesoro, que pronto dimitirá, le advierte de que su iniciativa es «inviable fiscalmente y políticamente catastrófica». Pronto cala entre el público una frase demoledora: «A partir de ahora, un duque que vive en Mayfair pagará lo mismo que un barrendero de un suburbio».
El rechazo a la nueva tasa, apodada la «poll-tax», es del 78% en las encuestas. Estallan las protestas por todo el país y el 31 de marzo se registra en Londres la mayor y más bronca manifestación en tiempo de paz. Una batalla campal en Westminster que acaba va con 340 arrestados y 113 heridos. Thatcher tendrá que anunciar un retoque en el impuesto, que será abolido por su sucesor. Neil Kinnock, el discutido líder laborista, se pellizca ante su buena suerte: ahora está 15 puntos por delante en las encuestas, lo jamás soñado. En el Partido Conservador, ante todo una máquina de poder y donde Thatcher, la hija del tendero, es la única mujer en un club masculino de chicos de Eton y Oxbridge, crecen los susurros que plantean que tal vez «Maggie ya no sea un caballo ganador».
El segundo clavo en su ataúd político se llamará Europa. Thatcher y su partido habían apoyado el «sí» en el triunfal referéndum de 1975 de entrada en el Mercado Común Europeo (67% a favor). Pero los instintos de la «premier» eran profundamente euroescépticos. Entendía la Unión Europea como un club comercial, que sí apoyaba, pero ni un milímetro más. El 30 de octubre de 1990, Thatcher lanza un durísimo alegato contra el plan Delors que propugna una unión monetaria y una mayor integración. La había inspirado la lectura unos días antes de un apocalíptico artículo del corresponsal del «Telegraph» en Bruselas, un fogoso y joven periodista, un tal Boris Johnson. Thatcher pronuncia su famoso discurso del «no, no, no» contra la unificación europea, que irrita sobremanera a los europeístas de su gabinete.
El discurso de Howe
Dos días después dimite su viceprimer ministro, el suave Geoffrey Howe, europeísta y único superviviente de su primer Gobierno. En un discurso de seda bañado en curare, Howe anuncia su marcha en los Comunes dirigiéndose con gran cortesía a «mi honorable amiga la primera ministra». Pero luego la va despellejando, con simpáticas metáforas de críquet incluidas. La frase letal es esta: «Ha llegado el momento de que otros consideren su propia respuesta al trágico conflicto de lealtades» [entre Thatcher y los intereses nacionales]. Acababa de sonar la trompeta que declaraba abierta la cacería. «Bajo mi máscara de compostura mis emociones eran turbulentas», contaría más tarde Thatcher. Solo dos días después, un peso pesado del partido, que lleva cinco años fuera del Gobierno, el también europeísta Michael Heseltine, un brioso millonario galés apodado «Tarzán», presenta su desafío por el liderazgo tory. Comienza el fin del mundo conocido.
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En la votación entre los diputados tories por el liderazgo, Thatcher vence a Heseltine: 204 votos (54,8%) frente a 152 (40,9%). Pero se queda a cuatro de lograr la mayoría que evita una segunda vuelta. Está más tocada y cercada de lo que imaginaba. Major, que en apariencia la apoya, maniobra en la sombra para sucederla. Thatcher proclama que seguirá en la batalla: «Continuaré pelando; pelearé para ganar». Pero comete un error de cálculo. En lugar de dirigirse a su gabinete en conjunto para exigirles su respaldo, opta por entrevistas uno a uno en su despacho del Parlamento. Durante nueve horas habla con los 191 tops de su partido. La música más repetida que le llega no la tranquiliza: «Por supuesto que te apoyaré, primera ministra, pero no creo que ganes la segunda vuelta». Y un segundo mensaje: «Contigo de líder será muy difícil ganar las próximas elecciones». Sus años de arrogancia con sus ministros también le están pasando factura.
«Has hecho suficiente»
Cuando por la tarde llega al Número 10, el hombre más importante y el único amor de su vida, Denis Thatcher, padre de sus gemelos, le pide que no siga: «No lo hagas, amor. Has hecho suficiente. Has cumplido tu parte. Por Dios, no sigas». Velada de insomnio. «Denis me dijo que no sería fácil ganar la segunda vuelta. Por la noche yo ya estaba confusa. Notaba que el asunto se me escapaba de las manos. Soy una política y esas cosas puedo sentirlas». A las siete y media de la mañana del jueves 22 de noviembre comunicó la bomba a su staff: no concurriría a la segunda ronda, dejaba el poder. «Hubo gente que vino llorando a pedirme que siguiese. Yo tenía la autoridad de la gente, pero necesitas detrás la autoridad de tu tropa, del partido. Todavía creo que fue una buena decisión», valoraría años después, en días tristes de soledad y añoranza del mando.
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Major derrotó a Heseltine. El torie más dotado, el impetuoso orador que parecía llamado a premier, nunca llegó a su meta: «Sabía que tras todo aquello me había vuelto una figura demasiado divisiva para el partido». Heseltine recibió un elogio muy inglés: «Al menos la apuñaló de frente». Thatcher murió sosteniendo que Major, el hijo del trapecista, fue quién la apuñaló por detrás. Las heridas en la familia tory por la marcha de Thatcher durarán veinte años y su móvil, la guerra por Europa, no se cerraría hasta el Brexit.
El 28 de octubre Thatcher salió por última vez de Downing Street. Vestía un elegante vestido burdeos y fue muy parca en su adiós. Poco más que un «dejo este país mucho mejor de lo que lo encontré». Ya en el coche, con Denis a su lado, aflojó el labio superior rígido y las cámaras captaron sus lágrimas. El libérrimo dictamen del pueblo británico, que echó a Churchill en las urnas después de ganar la guerra, prescindía ahora de su gran reformadora. Sin melindres, de la manera más drástica: «El equipaje estaba ya hecho. Bajé a mi apartamento por última vez para ver que no se me olvidaba nada y me produjo una fuerte sensación ver que no podía entrar, porque ya me habían retirado la llave», contó en sus memorias.
Con poco dinero, se retiró a su casa de Dulwich, en el Sur del Gran Londres, y hubo de aprender a relacionarse con la realidad (desde 1979 no había marcado un número de teléfono). Denis se dedicó al golf y a extrañas amistades femeninas (una proxeneta del caso Profumo). Murió en 2003 y la dejó muy sola. Sus hijos fueron fríos y distantes con ella.
Adorada por las bases
En 2005 llegaron las primeras sombras del alzhéimer. Murió en 2013 en el Ritz de Green Park, donde vivía en una suite por gentileza de los hermanos dueños del hotel, propietarios también del «Daily Telegraph». Pero las bases siempre la adoraron. Al año de dejar el poder acudió al congreso del partido, donde los nuevos jerarcas no querían que hablase. Pero en cuanto subió al estrado junto a Major arrancaron seis minutos de aplausos interrumpidos con voces fervorosas de «¡queremos a Maggie!». En sus últimos días, con su mente ya nublada, le gustaban los gatos, declamar versos y ver un programa de himnos religiosos de la BBC. Marcó una época y murió con 87 años, cuando ya no la recordaba.
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