El Congreso de EE.UU. se aburre durante el «impeachment»
Los senadores, conscientes de que no hay mayoría para recusar al presidente, tratan de aliviar el hastío del juicio con recursos diversos
Son días extraños en el Capitolio. Todo, incluidas las primarias para las elecciones de noviembre, ha quedado paralizado por el tercer juicio político a un presidente de la historia. Y se le nota a la mayoría de senadores que no están cómodos en el papel de tribunal. Dados a sentenciosos discursos y acostumbrados a ser escuchados sin interrupción, ahora deben permanecer en silencio durante los largos seis días en que la fiscalía y la defensa, que comenzó su turno ayer, detallan sus alegaciones en contra y a favor de Donald Trump . El viernes, un día singular en este proceso, la fiscalía, que ejerce un grupo de demócratas, acusó directamente al presidente de ser ni más ni menos que una marioneta del Kremlin.
Se trata de una acusación extraordinaria, que proferida contra un republicano hace apenas una década hubiera incendiado Washington. Aun así, el viernes, en el momento en que el diputado demócrata Adam Schiff, que lidera a los fiscales, le daba la enhorabuena a Rusia por una soberbia infiltración en la Casa Blanca, uno de los senadores dormitaba ante sus notas; otros dos jugaban con esos pequeños trompos planos y de colores que los niños popularizaron hace unos tres años, y un cuarto sorbía un vaso de leche, única bebida, junto al agua, permitida dentro de la sala, porque hace años un senador defendió que era buena para tratar su úlcera. En el cajón de un pupitre, en el flanco derecho de la sala, los senadores tienen caramelos a su disposición. De pocas cosas más disponen, pues dentro de esta sala están prohibidos los teléfonos, las tabletas y los ordenadores, sean de mesa o portátiles.
Y, claro, los senadores se aburren. Porque este juicio, celebrado con gran pompa, es, sobre todo, anticlimático. No hay pruebas nuevas o testigos sorpresa. Todo lo que la fiscalía ha detallado en su largo turno de tres días ya se sabía porque lo expuso antes con detalle no en una sino en varias comisiones de la Cámara de Representantes, en unas vistas retransmitidas hasta la extenuación por televisión y redes sociales. Las partes sin embargo, no adolecen de energía. El viernes mismo uno de los fiscales, el también diputado Jerrold Nadler, llamó al presidente «dictador». Ni por esas.
Nadie puede acusar a la acusación y a la defensa de falta de esfuerzo. Durante el debate del miércoles para pactar las reglas que gobiernan este juicio, en una vista que duró hasta las dos de la madrugada, se cruzaron unos reproches tan agrios, que el miércoles, en la apertura de la primera vista, les cayó una reprimenda del circunspecto presidente del Tribunal Supremo, que desde un púlpito elevado vela por que el juicio al menos parezca equitativo. «Debo recordarles a las partes que se hallan ante la cámara legislativa más prestigiosa del mundo. Y una de las razones por las que se ha ganado ese título es porque sus miembros evitan dirigirse de un modo, y empleando un lenguaje, que no se ajuste a las normas más básicas de civismo», dijo el magistrado John Roberts.
De ahí la artificiosa singularidad de todo este proceso. Las normas son muy estrictas. Tanto, que si los senadores quieren hacer preguntas, las deben entregar por escrito . Los plazos son férreos. Las dos partes en liza están agotando hasta la extenuación las 24 horas de las que disponen, repartidas en bloques de tres días. Las vistas se alargan porque los fiscales y abogados no quieren dejarse nada fuera. Pero todos ellos saben que el veredicto está ya cantado. En el hemiciclo hay 45 demócratas, dos independientes y 53 republicanos. Entre estos últimos, muchos admiten abiertamente que no son neutrales : están juzgando a un presidente de su partido, muy popular entre las bases, en año electoral. De los 33 escaños del Senado que se renuevan en noviembre, 23 los ocupan republicanos. Ya lo dijo el líder de ese partido del Senado, Mitch McConnel, antes de que comenzara este juicio: «No se me puede pedir que sea imparcial».
El tedio de muchos senadores lo manifestó claramente uno de los pocos republicanos que se ha permitido ser tímidamente crítico con el presidente por sus presiones sobre Ucrania, que son lo que ha abierto este proceso de impeachment. En uno de los pocos descansos que se les permiten, Mitt Romney , candidato perdedor a la presidencia en 2012, fue sorprendido en un momento de honestidad por un micro furtivo: «Nos quedan seis horas, y nadie está viendo esto, Dios mío». Era viernes, habían pasado ya las cinco de la tarde, ya era de noche en Washington y la fiscalía aún tenía ocho horas por delante. El desliz de Romney evidencia que en la era Trump mandan los índices de audiencia, también en algo tan grave como un juicio para destituir a un presidente.
De hecho el mismo Trump lo admitió. Molesto por que el estreno de su equipo de abogados llegara en sábado, el presidente lamentó en la red social Twitter: «Nos han relegado a una franja que en televisión se conoce como el valle de la muerte». Su abogado, Jack Sekulow , le respondió después: «El sábado enseñaremos el trailer, y el lunes estrenaremos la película». Justo cuando Romney cometía esa indiscreción, en la Casa Blanca, la asesora de Trump Kellyanne Conway pasaba por la sala de prensa, veía una retransmisión del juicio en una de las pantallas y se preguntaba en voz alta: «¿Hay alguien que todavía esté viendo esto?».
El presidente contraprogramó. El viernes se convirtió en el primer inquilino de la Casa Blanca en dirigirse a una multitudinaria marcha pro-vida que cada año desciende sobre Washington. Por la tarde invitó a su residencia a 170 alcaldes de todo el país con los que habló de programas de inversión económica. En ninguno de esos dos actos habló del impeachment. Versado en el arte de amasar audiencias Trump sabe que no hay nada mejor para su supervivencia que una nación completamente aburrida por un juicio de veredicto previsible.