El compromiso de Erice
Estoy mirando en una foto su sonrisa limpia de buen navarro. Manolo Erice tenía esa expresión transparente de los hombres rectos
Estoy mirando en una foto su sonrisa limpia de buen navarro. Manolo Erice tenía esa expresión transparente de los hombres rectos. No había dobleces en su rostro: siempre se le notaba si estaba triste o contento, entusiasta o decepcionado. Era una de esas personas que no pueden fingir, uno de los seres menos oblicuos que he conocido. El día de ese retrato —en el Retiro, firmando su libro sobre Trump— ya sabía que estaba enfermo y que no era un pronóstico para hacerse ilusiones. Hay que tener un ánimo ejemplar para sonreírle así a la existencia cuando ya te ha dicho que te vayas despidiendo de ella.
Erice lo tenía. Y para mucho más. Por ejemplo, para cubrir una campaña electoral en los Estados Unidos y mandar crónicas desde una sala de quimio. O para decirle a Mayte Alcaraz, hace apenas unos días, que empezase a escribir su obituario. Allá por 2005, siendo director de ABC, traje a Manuel desde Valladolid a la jefatura de redacción de Nacional, con Mayte como su jefa directa. Juan Carlos Martínez Gauna y Eduardo Sanmartín son testigos del tándem profesional que formaron en unas circunstancias bastante complejas. De allí nació una amistad que se enlaza hoy más allá de la muerte, como un bucle póstumo, en una necrológica que Alcaraz ha escrito con la tinta de sus lágrimas. El encargo más duro de su vida.
En periodismo solemos acatar una regla sobre las notas funerarias: no redactarlas en primera persona. Hoy, en la Casa de ABC, tenemos coartada para saltarnos esa norma. Se ha muerto uno de los nuestros, un periodista ejemplar, de una fe inquebrantable en el oficio. De raza, decimos: de la raza de los que han nacido para contar historias y para ser testigos de la Historia. Con pasión, con energía, con compromiso. Sin dogmatismos, sin prejuicios, sin miradas sesgadas por el apriorismo o la ideología. Con la entrega de una vocación a sangre y fuego que lo mantuvo hasta el final en su puesto. Narrándole al mundo la presidencia americana más polémica del siglo. Lo disfrutó, con la enfermedad a cuestas, ganándole tiempo al destino, volviéndole la cara a la desdicha. Era su misión y nunca quiso ni supo hacer otra cosa que cumplirla.
Esta nota no tiene literatura porque sólo me sale dolor mezclado con rabia. Por el recuerdo de los años compartidos y por la amargura de las citas aplazadas —«¿cuándo comemos?»—, de las llamadas no hechas, de las cartas no escritas. Por la penosa cosquilla de los abrazos no dados, de las ocasiones perdidas, de la maldita certeza de no volver a ver su nobilísima sonrisa.
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