Ramón Pérez-Maura - Horizonte
La bicefalia iraní
No puede haber peor señal que el que Occidente se divida después de los ataques de esta semana
Ver amanecer sobrevolando el estrecho de Hormuz es una experiencia que nadie olvida. Pero más que la salida del sol, lo que llama la atención es la raya que se dibuja sobre el agua que recuerdo haber visto el 20 de noviembre de 1995. Desde las alturas se asemeja a las hormigas que cruzan en fila un camino en el campo. En realidad son los petroleros que van camino de Hormuz, esa vía marítima por la que pasa una cuarta parte de la producción petrolífera mundial.
Para entender lo que está pasando en Irán, lo primero que hay que tener presente es que en la República Islámica del Irán hay una bicefalia, conviven dos órganos de poder: el gobierno que encabeza el presidente Hassan Rouhani y el Cuerpo de los Guardianes de la Revolución Islámica, que no dependen de Rouhani sino del líder supremo, el ayatolá Alí Khamenei. Mientras que Rouhani lleva tiempo buscando vías de diálogo con Occidente, la actitud de Khamenei es exactamente la contraria. Cada vez que hay un incidente, da la cara antes las cámaras de televisión el ministro de Asuntos Exteriores, Mohamed Javad Zarif, dependiente de Rouhani, con argumentos positivos y amables. Pero quién de verdad decide y ejecuta la política exterior es el líder de los Guardianes de la Revolución, Qasem Soleimani, dependiente de Khamenei. A ese lo enseñan mucho menos ante Occidente. Aún así, amenazas desde los Guardianes de la Revolución se han escuchado varías veces en las últimas semanas con el argumento de que si las sanciones norteamericanas no les permiten vender su petróleo, no permitirán que otros lo exporten por Ormuz. Incluso se llegó a afirmar en esos mismo términos en el parlamento iraní el pasado 25 de mayo por boca de un alto mando de los Guardianes de la Revolución. Las sanciones norteamericanas han hecho que la exportación iraní haya caído hasta los 500.000 barriles diarios desde los 2,9 millones que exportaba cada día en 2016. Es decir, las sanciones están siendo efectivas. Muy efectivas.
El peligro más inmediato al que nos enfrentemos ahora es la división de Occidente. Todavía habrá quien nos diga que hay que dar las gracias a Irán por no haber hundido los dos petroleros atacados en el pasado jueves. La realidad es que los ataques, que han tenido varios precedentes de diferente intensidad a lo largo de las últimas semanas, representan una escalada con la que el sector más duro del régimen iraní y el que no puede ser derrotado en las urnas porque su poder emana directamente de Dios, está enviando un mensaje a los europeos para que presionemos a Estados Unidos. Hay que conseguir que les levanten las sanciones o habrá más ataques y cada vez tendrán consecuencias más graves. Y con el valor que caracteriza a la burguesía acomodada de Europa, apuesto a que esa presión será creciente sobre quién nos puede defender y no sobre quién nos puede atacar. Tenemos una capacidad infinita para alinearnos con el lado equivocado.
No puede haber peor señal que el que Occidente se divida después de los ataques de esta semana. Si lo hace, el poder de los ayatolá habrá conseguido una victoria frente al poder civil del presidente Rouhani. Admito que él no es tampoco santo de mi devoción. Pero al menos tiene la legitimidad –limitada– del hombre salido de las urnas y al que se puede cambiar en las próximas elecciones. Aunque sea unas elecciones en las que el poder de los ayatolá tiene derecho de veto sobre los candidatos.
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