Un Afganistán convertido en un ‘emirato’ blindado por los talibanes
Los milicianos islamistas aseguran al enviado especial de ABC que entra en un país seguro y que «ya se han acabado todos los problemas»

«Estamos aquí para velar por tu seguridad», es el mensaje del primer miliciano talibán que recibe a este enviado especial al cruzar el paso de Torkham que separa Pakistán del ‘emirato’ islámico de Afganistán . Tras inspeccionar la carta con el permiso del ... Ministerio de Información y Cultura y revisar el equipaje, el miliciano te da la bienvenida al ‘emirato’ y repite, una vez más, que «ahora se puede viajar por todo el país con seguridad, se han acabado los problemas». En la oficina, la pared principal está desierta. En el suelo, a la izquierda, esté el retrato del expresidente, Ashraf Ghani, boca abajo. Los talibanes estrenaron nuevo gobierno interino, un Ejecutivo formado por el ala más dura del movimiento y su poder se extiende por todo Afganistán.
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Desde la frontera a Kabul se recorren 230 kilómetros y se atraviesa la provincia de Nangarhar , una de las zonas que siempre daban problemas a las fuerzas internacionales y donde está asentado el brazo afgano del grupo yihadista Daesh (Estados Islámico). Las grandes bases que ocuparon las fuerzas de la OTAN o el Ejército Nacional Afgano están ahora semidesiertas. Las paredes de sacos terreros, las garitas y los grandes bloques de hormigón son la herencia de veinte años de una ficción que acabó esfumándose en cuanto los talibanes lanzaron su ofensiva. Siguen ondeando algunas banderas del anterior Gobierno, pero la enseña que ahora se ve en las plazas de los pueblos es la blanca del ‘emirato’.
Todo el poder
Los talibanes optan por puestos de control de dos o tres hombres en puntos estratégicos. Después de dos décadas en la sombra, ellos tienen el poder. Los milicianos que antes sembraban el terror en las carreteras de todo el país, ahora son las fuerzas del orden. No se dedican a controlar el tráfico, que es una locura de camiones y coches adelantándose unos a otros por derecha e izquierda. Algunos llevan al hombro viejos kalashnikovs, pero la mayoría portan armamento nuevo de fabricación estadounidense. Lo mismo ocurre con los vehículos, han dejado sus tradicionales furgonetas ‘pick up’ blancas y ahora conducen los Ford verdes de la antigua Policía y los Humvees del desaparecido Ejército.
La sensación en los poblados de campo como Hazar Now, Basawul o Samarkhel es de absoluta normalidad. Nada que ver con las imágenes de pánico y caos que llegaron desde Kabul tras la victoria del ‘emirato’. En amplias partes del país, como esta zona del sur, el ‘emirato’ ya gobernaba desde hace años, pero permanecía en la sombra y ahora ha salido a la luz.

«¿Todo bien? Estamos aquí para que su camino sea seguro», comenta un joven barbudo en uno de los puestos antes de llegar a Jalalabad al pedir la documentación y ver que hay un periodista en el coche. La entrada a esta ciudad donde se juntan los ríos Kabul y Kunar y que durante siglos fue la favorita de los reyes afganos es un atasco eterno debido a la acumulación sin límite de pequeños tuc-tuc de color amarillo que hacen impracticable la ruta que lleva a Kabul. Hay que armarse de paciencia para cruzar Jalalabad y desde allí enfilar a la capital por una carretera que supera como puede la garganta de Tang-e Gharu, en pleno Hindukush, y serpentea las paredes de piedra caliza gris azulada. El camino sube y sube hasta desembocar en la capital, que está a 1.791 metros de altura. Justo al terminar el puerto está el gran puesto de control que hay que superar para entrar en Kabul, pero tampoco se percibe una tensión especial entre los combatientes allí desplegados.
Buenos combatientes
A la llegada comienzan a aparecer los primeros grandes carteles del ‘emirato’ y las banderas blancas cuelgan de cada farola. Los talibanes tienen puestos fijos de control en algunas calles, pero también tienen patrullas que recorren a pie la ciudad. «Hay seguridad, pero también desconfianza. Han demostrado durante veinte años que son buenos combatientes, pero gobernar un país es otra cosa y aquí se percibe un rechazo a sus formas», comenta Arsalan, estudiante de español de la Universidad de Kabul, que se ha quedado sin amigos porque todos han salido del país.
«En este país además de pastunes, hay tayikos, uzbekos, hazaras, baluches… no pueden formar un gobierno solo de pastunes y talibanes, sin presencia de mujeres y pensar que la gente de Kabul lo puede aceptar. Aquí van a tener problemas», comenta este joven que ha tenido que adaptar su apariencia a los nuevos tiempos y luce ya una barba importante. A diferencia de lo sucedido a finales de los noventa, de momento los islamistas no han impuesto la barba, pero todos piensan que no tardará en llegar esa medida.
Restaurantes, tiendas, centros comerciales… todo está abierto, pero se ve poca gente en lugares céntricos como Shar-e-Naw y casi ninguna mujer. «Hay una sensación extraña en el ambiente y muchos prefieren salir lo menos posible porque no se adaptan a los modos de los talibanes», explica Arsalan. Según baja el sol la poca gente desaparece y Kabul es un desierto negro. Sin iluminación pública y con los problemas de electricidad, la noche es mucha más noche. Solo quedan los talibanes, que no bajan la guardia. Han necesitado veinte años para recuperar el poder y lo agarran con toda su fuerza.
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