De Wagalla a Garissa, historia de una conflictiva frontera entre Kenia y Somalia
Los recientes ataques de la milicia de Al Shabab vuelven a sacudir el límite entre los dos países

10 de febrero de 1984. La fecha está grabada a fuego en la localidad Wajir, en la provincia noreste de Kenia. Días antes, el Ejército keniano es desplegado en esta región, habitada principalmente por población de etnia somalí, tras una revuelta civil capitalizada en las jornadas previas. Al menos cinco mil personas son detenidas y llevadas a la pista de aterrizaje de Wagalla, a unos 15 kilómetros de Wajir. Sin embargo, ese día, los militares abren fuego contra los desarmados. En el año 2000, el Gobierno admitió haber matado a 380 personas, aunque estimaciones independientes elevan la cifra a más de dos mil. «La herida todavía se encuentra abierta» asegura a ABC Mohammed Bishar, de las asociación de jóvenes islámicos de esta localidad.
2 de abril de 2015. Miembros de la milicia islamista de Al Shabab atacan la universidad de Garissa, noreste de Kenia, y acaban con la vida de 147 personas. Apenas dos meses después, el pasado martes, el grupo rebelde anunciaba la muerte de al menos 25 policías en un ataque en este mismo condado. No obstante, el portavoz policial, George Kinoti, asegura que solo 13 oficiales del cuerpo se encuentran desaparecidos.
En este sentido, según denuncia la población, Al Shabab se está sirviendo ahora de jóvenes locales para llevar a cabo sus nuevos ataques. Ya no se trataría solo de somalíes, sino de kenianos de origen somalí.
Para el analista local Abdihakim Haji, los rebeldes basan el éxito de su reclutamiento en tres premisas: Por un lado, apelando a la falta de identificación de una gran parte de la población somalí con el Estado de Kenia y al recuerdo de tragedias comunes (caso de la masacre de Wagalla).
Por el otro, ante la «depresión social de la región», como la localidad de Garissa, que cuenta con un 90% de desempleo juvenil. Y por último, a un sentimiento de que sus fronteras y destinos fueron generados con escuadra y cartabón.
Entre 1963 y 1967, la denominada guerra shifta (bandido) sacudía la frontera del distrito keniano Norte, históricamente habitada por miembros de etnia somalí, quienes pretendían unirse a sus homólogos de la Gran Somalia. Cuatro décadas después, en octubre de 2011, Al Shabab volvía a apelar a este sentimiento de invasión, cuando tropas del Ejército de Kenia se adentraban en Somalia, como medida de castigo a los secuestros de extranjeros protagonizados en la frontera.
En respuesta, Sheikh Ali Rage, portavoz y número dos de la milicia islamista de Al Shabab, advirtió que Kenia debería «afrontar las consecuencias» por haber «comenzado la guerra» con el despliegue de sus tropas en territorio somalí. Desde entonces, las operaciones a ambos lados de la frontera se suceden.
Jubalandia o el Estado «tapón»
Al otro lado del conflicto, eso sí, los intereses políticos tampoco resultan menos determinantes.
Pese a que la intervención de Kenia en Somalia contra Al Shabab se remonta a 2011, una serie de cables diplomáticos revelan que la idea de crear un Gobierno autónomo venía girando desde septiembre de 2009.
En este sentido, la región somalí de Jubalandia y su capital, Kismayo, debía servir como Estado «tapón», frente a los rebeldes. El principal valedor de la propuesta era Ahmed Madobe, líder del grupo paramilitar Ras Kamboni. En entrevista con este diario en 2012 , el líder militar ya advertía de la importancia capital de la zona: Solo en 2011, y desde este puerto a orillas del Índico, Al Shabab generó —según fuentes gubernamentales— más de 25 millones de dólares (un incremento cercano al 50% con respecto al año anterior) gracias al monopolio con el que cuenta el grupo en la exportación del carbón vegetal que se dirige hacia los países del Consejo de Cooperación del Golfo. Por supuesto, los intereses con hacerse con el control de esta zona por parte de Madobe era más que sinceros.
Mientras, Al Shabab, cuyo único leitmotiv es el terror (pero domina como pocos la propaganda), gangrena el descontento social.
Y la continua represión tan solo contribuye a agitar aún más el conflicto. En abril de 2014, el Gobierno de Kenia iniciaba una campaña para acabar con el islamismo radical (en especial, con simpatizantes de la milicia de Al Shabab) donde, al menos, dos mil personas fueron arrestadas y conducidas a diversas estaciones de Policía, así como al estadio Kasarani de la capital, Nairobi, convertido entonces en un improvisado campo de detención. La mayoría de los encarcelados eran residentes del barrio de Eastleigh, hogar de 350.000 personas, principalmente, de origen somalí.
Las redadas comenzaban dos días después de que seis personas fallecieran en una explosión en el suburbio, caldo de cultivo, según la Policía keniana, del islamismo radical que opera en la región. Y la represión fue atroz.
Entre los arrestados se encontraban decenas de mujeres y niños. «Las detenciones demuestran una actitud xenófoba», destacaba entonces a este diario Al Amin Kimathi, quien preside el foro musulmán de los Derechos Humanos de Kenia. «Sin una sola prueba, se está culpabilizando a todos los refugiados somalíes de los ataques terroristas en el país», añadía.
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