Los nepalíes lo pierden todo… menos la sonrisa
A pesar del rastro de muerte y destrucción del seísmo, los damnificados que siguen al raso conservan su bonachón espíritu a prueba de catástrofes
Tras el devastador terremoto del sábado, cuya cifra oficial de víctimas va ya por más de 5.000 muertos y 10.000 heridos, los nepalíes lo han perdido todo. Menos la sonrisa, que siguen luciendo los damnificados acampados bajo lonas en las calles de Katmandú , ya sea porque sus casas quedaron destruidas por el seísmo o por miedo a volver a sus hogares en previsión de nuevas réplicas.
«No hay manera de regresar porque nuestro piso quedó medio derruido al caerse uno de sus muros traseros», explica a ABC Saraswati Nepali, una mujer de 29 años, bajo un toldo azul plantado junto a las ruinas de la céntrica Plaza del Palacio («Durbar Square»). Antaño uno de los lugares más mágicos de Katmandú, sus templos han quedado reducidos a una montaña de escombros que ya remueve una máquina excavadora, pero que tardarán todavía muchos años en ser reconstruidos hasta recobrar su belleza original.
«Lo hemos perdido todo: nuestro dinero, el apartamento alquilado de aquí y la casa de nuestra familia en el pueblo. No tenemos adónde ir», se lamenta Saraswati, quien trabaja en una fábrica de ropa donde cobra 5.000 rupias al mes (45 euros). Por si no tenían suficiente desgracia con el terremoto, la lluvia de ayer en Katmandú empeoró aún más las calamitosas condiciones de los damnificados, que se quejan de la falta de ayuda humanitaria.
«Solo nos han repartido agua, pero nada de comida», protesta Saraswati, quien ha tenido que traerse el arroz de su casa para hervirlo en una olla que arde bajo una pequeña hoguera encendida en el suelo y protegida por un paraguas. A pesar de estar sumida en la pobreza, como la mayoría de los 27 millones de nepalíes, tanto Saraswati como los 16 vecinos con los que comparte la lona se contagian de la risa de los niños que juguetean correteando de un lado para otro, y que se revolucionan en cuanto un periodista occidental aparece por allí para hacerles fotos y preguntas a sus mayores. Olvidándose por un momento de la muerte y destrucción que les rodea, sus sonrisas son toda una lección vital tan profunda como las consecuencias de la catástrofe.
«Claro que queremos volver a nuestra casa, pero tenemos niños pequeños y pensamos que es más seguro quedarse aquí, al raso, que en un edificio que puede venirse abajo si hay una réplica fuerte», razona Rajan Sundas, quien a sus 29 años ya tiene una hija de ocho, Manjija, que su mujer, Nisha, tuvo con 15. Sin llegar a derribarlo, el terremoto provocó tan serios daños en su edificio, donde vivían otras siete familias, que nadie quiere regresar hasta que tengan garantías de que es seguro. «Mientras tanto, seguiremos aquí», promete Rajan señalando a la calle, llena de escombros sobre los que se sostienen varias camillas por si aparece algún otro cadáver entre las ruinas.
«Hoy (por ayer) hemos encontrado dos cuerpos», observa Surya Bahadur Shahi, un joven policía encargado de vigilar la plaza. Sus órdenes consisten en «asegurar la zona para que no haya nuevos derrumbes».
Sin apenas electricidad ni agua ni comida, Katmandú es una ciudad de vida y muerte. Mientras van reabriendo las tiendas y se retiran los cascotes, en el Hospital Bir todavía quedan siete cadáveres sin identificar, entre ellos el de un bebé. Con los brazos abiertos, la ropa hecha jirones y sus rostros horriblemente desfigurados por los escombros que los enterraron, yacen sobre el suelo de un patio abierto a la calle.
Justo enfrente del centro médico, una cola kilométrica aguarda al reparto de «noodles» (tallarines) instantáneos de sobre en Sainik Manch, el gigantesco parque por donde suele desfilar el Ejército y que ahora está ocupado por cientos de tiendas de campaña. Cargando con sus manos los ladrillos de un muro caído, una familia ayudada por sus hijos pequeños se los lleva para apuntalar sus lonas y que no las levante el viento, que formaba molestas nubes de polvo al amanecer.
Lo peor de todo es que tan dramática situación continuará durante las próximas semanas, o incluso se agravará, porque el Gobierno nepalí calcula que la cifra final de víctimas subirá hasta las 10.000, una vez se consiga llegar a las remotas zonas del interior, donde los destrozos han sido aún mayores que en la capital. A tenor de un informe de la ONU, el terremoto ha afectado a ocho millones de personas en 39 distritos de Nepal, de los cuales dos viven en las once zonas más duramente castigadas.
En Basundhara, un barrio de Katmandú, una veintena de soldados y bomberos se ayudan de taladradoras para romper los cimientos de una casa que, entera, ha volcado sobre una calle. Mientras una máquina excavadora retira enormes bloques de cemento resquebrajados, los bomberos iluminan con sus linternas el interior de los escombros en busca de un cadáver.
A sus espaldas, los observan dos mujeres que se cubren la cara con máscaras para evitar el olor a muerte que despiden las ruinas de Katmandú. Tras sus máscaras, se intuye que también lo han perdido todo, menos la encantadora sonrisa asiática que no es capaz de borrar ni un terremoto como el de Nepal.
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