La destrucción del patrimonio como arma contra la identidad del enemigo

Las guerras sirven de escudo para el saqueo, apropiación y venta a comisión de las obras de arte

La destrucción del patrimonio como arma contra la identidad del enemigo afp

Manuel Lucena Giraldo

En julio de 1927 Stepan Mikhailovich Mussuri, que poseía doble ciudadanía griega y alemana, recibió permiso de las autoridades soviéticas «para comprar y vender a comisión muebles antiguos, artefactos religiosos, objetos de bronce, porcelana, cristal o plata, brocados, tapicerías, pinturas, manuscritos originales, piedras preciosas y artesanías, sin valor para ser exhibidas en museos». El entonces joven comisario para comercio extranjero Anastas Mikoyan, que jugaría un papel decisivo en la crisis cubana de los misiles, despachó a Viena para la venta convoyes de bienes decomisados por el ejército rojo en mansiones, dachas e iglesias.

Con una empresa de tejido de punto moscovita como tapadera, un tal Altmann envió allí al año siguiente 23 camiones cargados de alfombras, además de juguetes infantiles, gorros y bufandas antiguas. Un total de 450 cuadros de pintores como Van Dyck, Tintoretto, Rubens o Rembrandt, procedentes de palacios de los Romanov, fueron subastados en Berlín por el marchante Rudolf Lepke. Aunque algunos exiliados rusos lo demandaron, los tribunales rechazaron el caso por infundado.

En el saqueo y venta a comisión del patrimonio nacional, como en otras cuestiones, los bolcheviques pretendieron representar algo nuevo, pero reprodujeron siniestras prácticas del pasado. Por fanáticos que fueran y justificados que se sintieran, ya que emplearon las ganancias en comprar armas alemanas para defender su revolución, fueron prudentes y reservados en los tratos mercantiles. Sabían que la enajenación de riquezas patrimoniales era como poco discutible y quizás hasta criminal. El elemento de selección de aquello carente de valor para formar parte de colecciones de museos constituyó una coartada perfecta, pero también mostró una voluntad de reglamentación de gustos y costumbres, habitual en toda dictadura.

Stalin y los nazis

Muy pronto el camarada Stalin, convertido en capataz de los «ingenieros del alma humana», liquidó las asombrosas vanguardias rusas e hizo del plúmbeo realismo socialista estética obligatoria. Los nazis tampoco fueron originales, pues reprodujeron el modelo soviético, pero lo ampliaron en el territorio europeo conquistado desde 1940 hasta una escala que causa asombro. En un libro fascinante, «El saqueo de Europa», Lynn H. Nicholas narra con horror el despliegue inmediatamente después de la ocupación militar de Polonia, Holanda, Bélgica, Francia, la URSS e Italia de una eficiente burocracia que efectuaba una triple operación.

Primero se apoderaban de los bienes culturales que interesaban a los jerarcas nazis, Hitler y Goebbels en primer lugar, destinados a proyectos museísticos en Linz o Prusia, residencias y oficinas. A continuación, seleccionaban aquello que se pudiera vender con los contactos adecuados en las plazas mercantiles donde los marchantes no preguntaban la procedencia de bienes y capitales, si había una buena comisión por medio. Suiza en primer lugar, hasta 1941 Nueva York, o algunas ciudades iberoamericanas. La tercera categoría estaba constituida por el «arte degenerado» considerado invendible, o aquel que se podía vender, mas poseía un significado especial para derrotados y enemigos. En esos casos, la destrucción iconoclasta era lo que funcionaba.

Contra las ciudades

La barbarie destructiva, que desde tiempos bíblicos se ha dirigido hacia las ciudades, definidas por el historiador italiano Leonardo Benévolo como máxima obra de arte, alcanzó con la liquidación de urbes completas su máxima expresión. Si el mayor disgusto que tuvo Hitler antes de empezar a perder la Segunda guerra mundial consistió en que sus soldados no lograran en medio de los mayores crímenes y padecimientos la toma de Stalingrado, durante los años finales fue la ocasional desobediencia de órdenes de destrucción total de ciudades lo que desató su furia.

La política de tierra quemada fue, junto el holocausto, la estrategia practicada durante la retirada del frente del este y la ocasional proclamación de alguna «ciudad abierta», no debe confundir respecto al elemento de guerra cultural implícito en la política hitleriana. La valerosa insurrección del ghetto de Varsovia en 1943, en absoluto objetivo militar prioritario, fue contrarrestada mediante un despliegue de fuerza despiadada que terminó con la demolición de la sinagoga de la calle Tlomacka.

«Judíos, bandidos y subhumanos han sido aniquilados. El sector judío de Varsovia ya no existe», señaló en su puntual informe el general de las SS al mando, Jürgen Stroop, que también escribió: «Fue una escena maravillosa. Mis hombres y yo la contemplamos a distancia. Sostenía el dispositivo eléctrico que detonaría las cargas explosivas al mismo tiempo. Pedimos silencio. Observé las siluetas de mis oficiales y soldados proyectadas sobre los edificios ardiendo. Después de un instante de suspense, grité ‘Heil Hitler’ y oprimí el botón».

La «Dama de Elche», por 4.000 pesetas

Por una ironía de la historia, la Francia de Vichy, uno de los regímenes subsidiarios de la Alemania de Hitler, había firmado con la España de Franco un convenio piadosamente llamado «de intercambio de obras de arte». Bajo la dirección del marqués de Lozoya, algunas piezas fundamentales que habían sido sacadas de territorio español en circunstancias muy dudosas, caso de la «Dama de Elche», fueron repatriadas. Esta fue comprada en 1897 por el banquero Bardac, instigado por el llamado «hispanista» Mr. París, a un precio de cuatro mil pesetas. «¿No hay una ley en España que impida esto?», protestó el archivero local Pedro Ibarra.

Desde 1904 la Dama se exhibió en la sala de Palmira del Museo del Louvre. El 8 de febrero de 1940 llegó repatriada a Irún y poco después quedó expuesta en el Museo del Prado, donde una exposición de obras recuperadas incluyó también la «Inmaculada» de Murillo llamada «de Soult», por haber «pertenecido» a este mariscal de Napoleón, conocido por su rapacidad, junto a coronas del tesoro visigodo de Guarrazar, esculturas del Salobral y del cerro de los Santos y otros objetos celtas e ibéricos, además de legajos del archivo de Simancas, robados de España por las tropas napoleónicas un siglo atrás. No fue un hecho aislado.

La expedición militar de Napoleón a Egipto, entre 1799 y 1801, que incluyó una comisión de sabios distinguidos, además de encontrar la famosa piedra «Rosetta», puso en marcha un protocolo de saqueo y explotación del patrimonio de territorios conquistados, aplicado luego en el norte de Italia o España. Podemos llamarlo ciencia, pero sus protagonistas no se llamaron a engaño, ni cayeron en falsos puritanismos. La pérdida de patrimonio constituye una eliminación simbólica. Tras ella, la destrucción física resulta una muerte anunciada.

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