caso nisman
Argentina, el país donde todos se espían
La escucha ilegal es tan habitual que hasta el «presidenciable» Mauricio Macri montó su propio operativo privado, con el que espiaba incluso a su familia
El edificio que alberga la antigua SIDE está en la avenida 25 de Mayo, muy cerca de la Plaza de Mayo y de la Casa Rosada, como un apostadero de vigilancia al poder. Aquí no existe la clandestinidad. En la fachada hay atornillada una placa en la que puede leerse: «Presidencia de la nación argentina. Secretaría de Inteligencia». Hay gente que entra con un café en la mano como a un ministerio cualquiera. El servicio tiene esparcidas por la ciudad otras sedes, éstas ya menos visibles e institucionales.
En la avenida de los Incas, no muy lejos del cementerio de Chacarita donde está enterrado Gardel, hay una dedicada al gigantesco monstruo orwelliano de las escuchas ilegales. Jamás para. La escucha ilegal es tan habitual en Argentina que hasta el «presidenciable» Mauricio Macri montó su propio operativo privado, con el que ya de paso espiaba incluso a su familia.
Un funcionario que las conoce describe las dependencias de los Incas como el triste «call center» de un servicio al cliente cualquiera en el que operadores van sucediéndose para ocupar, con los auriculares puestos, una docena de habitáculos cerrados con mamparas. El país entero, sus políticos, sus periodistas, sus artistas, sus futbolistas, ha sido captado en algún momento por las escuchas. De ahí proceden las grabaciones que Stiuso llevaba todos los días a Néstor Kirchner, además de un informe sobre las novedades que concernieran a los personajes vigilados, y que el entonces presidente de la república, como si le hubieran dado a escuchar a Mozart, usaba para coger el sueño en su siesta diaria. Se dormía susurrado por la podredumbre, y el proveedor del relajante era Stiuso.
Naturaleza podrida del sistema
Alrededor de Stiuso, el hombre que tiene a su nombre cien líneas de telefonía móvil, la clase dirigente argentina está haciendo una demostración de cinismo colectivo insólita incluso para los paradigmas habituales de cinismo. Resulta comprensible que la gente de la calle, que a raíz de la muerte de Nisman está encarando por fin la naturaleza podrida del sistema que durante años prefirió fingir que no existía, no conociera al superespía ni sea capaz de hacer una descripción de sus rasgos. Pero en cambio resulta absurda la actitud elusiva de los políticos con pertenencia al poder que se hacen los escandalizados y hablan de Stiuso como de un misterio cuando todos ellos tuvieron contacto asiduo con él: Stiuso, por ejemplo, era el encargado de hacer una entrevista personal paralela a los aspirantes a ciertos cargos relacionados con la judicatura y la Procuración. Stiuso lo controlaba todo, lo bañaba todo hasta dejarlo pringoso.
Y más aún un personaje que extrañamente pasa muy desapercibido estos días: Francisco Larcher, superior directo de Stiuso (éste era Jefe de Operaciones) en la SIDE que cayó en desgracia al mismo tiempo que él y por los mismos motivos. Incluso fingiéndose escandalizados, los políticos que abundan en declaraciones públicas se cuidan mucho de faltar el respeto a Stiuso más allá de lo estrictamente necesario porque a todos ellos los tiene atrapados el espía en su entramado de vigilancia que le permitiría acabar con casi todas las carreras de los actores públicos filtrando a voluntad: «Hay un candidato presidencial -dice una fuente del servicio- que fue grabado agarrando la valija porque el muy boludo no se fía ni de sus colaboradores y siempre va personalmente a por la guita. ¿Qué puede decir?».
El gran fingimiento
El gran fingimiento del poder argentino consiste ahora en pretenderse el único puro que nunca se frotó con Stiuso ni con las tentaciones y que por tanto puede sobrevivir a los demás para que le sea encomendada la labor de refundación. Todo es tan deliciosamente hipócrita que hasta los periodistas que les exigen ética y vuelcan sobre la opinión pública una ira de tribunos de la plebe están también, en su mayor parte, en la lista de entregas por hacer de los «valijeros» de Stiuso.
En la calle Cerrito, uno de los laterales de la 9 de Julio, con vistas a la espina del Obelisco desde un piso octavo, está la sede del Frente Renovador de Sergio Massa. Es un lugar extraño, sin papeles sobre las mesas, sin apenas pantallas, como un piso piloto o un decorado de teleserie. Massa es uno de los políticos con pasado kirchnerista que, en una de esas piruetas sólo posibles en la flexibilidad característica del peronismo, ahora levanta un discurso opositor.
Lo mismo ocurre con uno de sus más estrechos colaboradores, Alberto Fernández, antaño un cimiento fundacional del kirchnerismo de primera hora. Fue jefe de gabinete durante toda la presidencia de Néstor y una parte de la de Cristina, a la que abandonó, dice, cuando en Olivos y en Casa Rosada aparecieron los primeros síntomas de que la era cristinista iba a estar regida por la locura y el repentismo: Cristina no escuchaba a nadie, no avisaba de lo que iba a hacer, hacía espontáneamente declaraciones absurdas sin reparar en que tendrían calado institucional (como el «aloz» de sus últimos tuits o la verborragia que una vez obligó al propio Obama a suplicarle que acabara ya un discurso cuando en una digresión se había puesto a disertar sobre Alejandro Magno), y tenía peleas furibundas hasta con su marido, que trataba de corregirla en la sombra.
Alberto Fernández es un peronista clásico que opina que un espacio político no tiene ningún sentido si no es como herramienta para asaltar y controlar el poder con vocación de perpetuidad. Es la versión tamizada del proyecto totalizador del propio general Perón cuando invitaba a tomar la calle usando «garrotes con clavos en la punta» y a comenzar el adoctrinamiento de las masas en el mismo jardín de infancia.
Como buen y astuto político profesional, Fernández representa también la capacidad elusiva a la que nos referíamos antes: pese a haber estado durante años en la sala de máquinas del poder peronista, pese a haber sido el hombre más cercano a aquel Néstor que usaba para conciliar el sueño las grabaciones de Stiuso y encargó a éste que le construyera el universo paralelo del servicio secreto kirchnerista, asegura no haber visto a Stiuso sino una sola vez «que vino a mi despacho a enseñarme unas cosas en el PowerPoint y luego se fue. No lo vi ni cuando un servicio privado intervino mis correos electrónicos».
En general, describe los comportamientos abusivos del kirchnerismo como algo que comenzó en todo caso después de su renuncia, jamás antes, incluyendo el hábito de reventar las manifestaciones ciudadanas con patotas peronistas que alguna vez bajaron a la plaza a pegar llevando consigo a campeones profesionales del «kick-boxing» como Jorge «Acero» Cali, quien por cierto trata de empezar carrera política.
Sospechas sobre el cristinismo
Alberto Fernández adjudica al cristinismo parte de las sospechas que flotan en el ambiente después de la muerte de Nisman. Al menos, las políticas, en la trama de asesinato apenas nadie se atreve a ser explícito, y menos aún el gremio de fiscales, que después de confesar tener miedo por boca de uno de sus miembros más prestigiosos, Stornelli, dice ahora que Nisman era sólo el primero de una lista confeccionada hace tiempo. Alberto Fernández asegura que la presidenta dijo que «había que sacar la AMIA de las relaciones geoestratégicas», lo cual parecería una declaración de intenciones acerca del pacto de encubrimiento denunciado por Nisman.
Aparte de ser otro candidato a las presidenciales, Sergio Massa tuvo un papel involuntario en la cadena de acontecimientos subterráneos que desembocó en la muerte de Nisman. En 2013, Massa dio un fuerte correctivo electoral al cristinismo en las elecciones legislativas, cuando un 68% del país votó contra el oficialismo. Ese resultado pilló de improviso a la presidenta porque ella había encargado a Larcher y Stiuso un informe en el que los espías la engañaron diciéndole que Massa ni siquiera se iba a presentar. El kirchnerismo entendió que era una traición y que la SIDE maniobraba para pasarse a Massa y hacerlo presidente, por lo que decidió descabezarla y traspasar su inteligencia al servicio militar.
Una tradición corrupta
El asesinato de «El lauchón», del cual ya se habló aquí en una crónica anterior, hizo creer a Stiuso que el oficialismo no se iba a contentar con su extirpación laboral: también aspiraba a la física. Por ello, según los defensores de la teoría que inculpa a Stiuso, el espía podría haber decidido matar a Nisman: para «echarle un muerto» a Cristina y para fabricar tal escandalera que todos los agentes subterráneos tuvieran que quedar inmovilizados de inmediato. Por supuesto, ésta no es más que otra conjetura de las muchas que circulan por los mentideros porteños.
El mes de diciembre fue el primero en ocho años sin saqueos de supermercados. Las playas se atestaron. El país estaba optimista. De pronto, Nisman fue hallado cadáver y en ese instantereventó una gigantesca bolsa de podredumbreque tiene Argentina sumida en un penoso esfuerzo de introspección. El sistema intenta salvarse atribuyendo a una conducta particular, la de Stiuso, una tradición corrupta que lo impregna todo.
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