Escobar, el narco billonario que asesinó a diez mil personas

La película que se estrena sobre su vida vuelve a arrojar luz sobre el sanguinario fundador del Cártel de Medellín

Escobar, el narco billonario que asesinó a diez mil personas EFE

Juan Gómez-Jurado

Imagine, lector, que es el tercero de una familia de siete hermanos y que comienza usted a hacer sus primeros negocios en el colegio intercambiando cómics. Como eso no le va a hacer rico, se pasa al robo de coches en la adolescencia, y de ahí a llevar marihuana a Estados Unidos, con razonable éxito. Tanto, que se pasa usted a la cocaína, y comienza a amasar una fortuna.

¿Cuánto es suficiente? ¿Cuándo se tienen suficientes coches, suficiente sexo, suficiente dinero, suficientes mansiones? ¿Cuándo tienes suficiente poder y has conseguido bastante como para darte la vuelta y marcharte?

Tendríamos que tener delante a Pablo Escobar para preguntarle, y eso no es posible. Si creemos a la Policía, lleva muerto dos décadas, abatido de un disparo. Si creemos a la leyenda, eso no fue más que un montaje y ahora vive escondido bajo nombre falso en una remota villa colombiana.

¿Entonces quién era Escobar? Si creemos a la película que se acaba de estrenar, Escobar era un monstruo irreal, secundario y omnipresente. Si creemos a los miles de camisetas con su cara que se siguen vendiendo en las calles de Medellín, un mito oscuro y agobiante, cuya memoria sigue flotando en el aire, entre el cobrizo olor de la sangre derramada.

Las fechas hablan

Podemos preguntarle a las fechas. Mediados de 1970, cuando comienza a importar pasta base de Bolivia y Perú y a crear las rutas hacia Estados Unidos. Finales de esa década, cuando inicia un lavado de imagen a través de la política y actividades filantrópicas. De día construye cincuenta campos de fútbol o casas para los desfavorecidos. De noche comienza a eliminar a sus competidores y funda el tristemente famoso Cártel de Medellín. En 1982, cuando camuflado como un honrado empresario acude a algunos eventos de postín en Madrid. En 1984, cuando comienza su guerra abierta contra Colombia. En 1989, cuando se convierte en el Enemigo Público número 1. En 1991, cuando acepta ingresar en prisión para evitar la extradición a Estados Unidos, con la única condición de ser él mismo quien elija la «cárcel», que resulta ser un complejo de lujo con sus sicarios disfrazados de guardias. En 1992, cuando derriba de una patada uno de los muros de la prisión, que estaba solo hecho de yeso para mayor comodidad en la fuga. Y en 1993, el año en que, perseguido por los paramilitares, el Ejército colombiano, el FBI y la DEA, muere acorralado como una alimaña.

Podemos preguntarle a los números: 263, las bombas que ordena colocar; 1.142, los civiles asesinados en esos atentados; 657, los policías muertos en cuatro años; 10.000, el total de muertes de las que es responsable; 25.000, los millones de dólares que amasó; 200, los animales exóticos que tenía en el zoológico de su casa, la Hacienda Nápoles; 43, los deportivos que poseía; 503, las propiedades inmobiliarias que adquirió. Nueve fueron las canciones que le dedicaron. Dos, los hijos que engendró.

De estos, quizás el que mejor nos ayude a desentrañar el enigma Escobar sea el último de ellos. Juan Pablo, el mayor, cuyo nombre se ha cambiado por Sebastián Marroquín para lavar el rastro de la ignominia de su pasado, un pasado que recuerda muy bien. El primogénito del capo creció en una casa gigantesca, acolchado por todo lujo y exceso que el dinero pudiese comprar. Desde su habitación en la Hacienda, cuando se despertaba, se escuchaba el barritar de los elefantes y el bramido de los hipopótamos.

«En las piñatas en vez de juguetes o caramelos se metían fajos de billetes, allí intervenían niños, madres, padres, todos querían meter la mano. El zoológico, las motos que llegué a acumular (con apenas nueve años), las mansiones suntuosas. Lo que vale la pena de todo eso destacar es que no quedó nada, todo fue destruido», nos cuenta Juan Pablo, cuya infancia, si por algo queda retratada, es por esta imagen. Cuando iba al colegio, en el recreo no se juntaba con los compañeros de su clase, puesto que sus padres no les dejaban acercarse. Si quería jugar, debía hacerlo con los guardaespaldas. Qué triste imagen esta, la de un crío de nueve años pateando una pelota de fútbol con un par de gorilas sudorosos, cuya chaqueta, innecesaria bajo el calor agobiante, esconde el nada disimulado bulto de la pistola, mientras el resto de los niños le vuelven la espalda.

El desprecio de un hijo

La biografía, las fechas y los números –incluso las masacres generalizadas, pues miles de muertos no son más que estadística, ruido de fondo en el devenir de la historia– palidecen frente a esa instantánea. Conspiraciones, juego de tronos entre narcos, tiroteos, prostitutas, oraciones musitadas frente al altar entre asesinatos, obras benéficas… Todo se vuelven complejas interacciones del sujeto, vueltas y revueltas en las que resulta fácil perderse. Pero ese niño solitario que tiraba penaltis a los sicarios derrumba las paredes del laberinto con una frase, cristalina y demoledora, que recoge en su biografía: «Mi padre era un terrorista y un asesino».

Bastante para comprender al hombre para el que nada fue suficiente. Quizás ocurra a los grandes personajes –y Escobar, aun con la altura moral de una rata, fue uno de ellos– que, cuando llegan a la cima, el esfuerzo del ascenso, la falta de oxígeno y la euforia de las vistas transmiten la errónea sensación de que el suelo va a estar siempre bajo los pies. O quizá sea solo que se les acaba el camino de subida. Sea cual sea la respuesta, a Escobar de la cima le acabó bajando la riada de sangre de los miles de muertos sobre los que se aupó para llegar hasta ella. El 1 de diciembre de 1993, los miembros del Bloque de Búsqueda le acorralaron y le abatieron como a un perro sobre un tejado, o se pegó un tiro en la sien. El misterio de cómo entró en ese cráneo el proyectil es infinitamente inferior a cómo vivió dentro de ella el ansia insaciable. Cuando nada es suficiente, un creciente charco rojo bajo el cuerpo es todo el premio que se consigue. Y el desprecio de un hijo, el epitafio final.

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