El duque de Alba, el hombre del siglo que mantuvo a España neutral en la Segunda Guerra Mundial
Una biografía resucita la vida de un personaje abrumador, un noble incomprendido tan capaz de hablar con los carlistas como los socialistas para lograr la restauración monárquica
La verdad sobre el Duque de Alba, el genio militar incapaz de sosegar la revuelta de Flandes

Mientras la mayoría cree que el final de la Guerra Civil se dirimió en la batalla del Ebro, Francisco Cambó murió convencido de que fue otro río el protagonista de los combates más decisivos. Su amigo el Duque de Alba, primo de Winston Churchill ... y con la puerta abierta en Buckingham, se estaba partiendo el pecho en esas fechas sobre el Támesis para lograr el velado apoyo de Inglaterra para la causa nacional y, posteriormente, para mantener a España neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Un personaje fuera de toda medida, el español del siglo, al que ningún historiador se había atrevido a meter mano hasta hoy.
Diplomático, político, gestor cultural, ministro, deportista olímpico, historiador, miembro de varias academias, presidente del patronato del Museo del Prado, impulsor de los grandes premios científicos del país, director del Banco de España... Destacar solo un aspecto de la biografía de Alba supone un agravio para el resto de las mil caras de un personaje que estuvo presente en las grandes ocasiones de la época, que invitó al arqueólogo Howard Carter a España, que se codeó con la realeza europea, que trajo la penicilina y luchó por proteger a los judíos del acoso nazi.
«Cuando llegó la Transición hubo cosas más preocupantes antes que restaurar la figura del duque. Se olvidaron de él y su memoria quedó un poco orillada. Hemos resucitado a un muerto», proclama Enrique García Hernán, el historiador que ha robado al fin al duque lo que más apreciaba: su intimidad. La condición de monárquico de Alba y al mismo tiempo de opositor a Franco han pospuesto durante años la elaboración de una obra en condiciones sobre un personaje tan incomprendido como incómodo para quienes siguen mirando la Guerra Civil como dos bloques impenetrables. «En la visión polarizada que tienen algunos no encaja el hecho de que existieron en todo momento vasos comunicantes entre derecha e izquierda. En el libro demuestro, por ejemplo, que el duque se reunió dos veces con Negrín en plena guerra y que había más comunicación de la que creemos. Al fin y al cabo eran españoles», apunta.
Este doctor en Historia Moderna y profesor en el CSIC se topó con la figura de Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó durante sus investigaciones sobre el Siglo de Oro. El aristócrata fue, entre sus muchos oficios y aficiones, un investigador fascinado con el período imperial. Tanto que incluso se disfrazaba en carnavales del Conde-Duque de Olivares o de su antepasado el ilustre Gran Duque. «Por momentos pensé que se había equivocado de siglo, pero él mismo se encargó de convencerme de mi error», asegura García Hernán, acostumbrado a enfrentarse al problema de la escasez de fuentes donde suele investigar y no, como aquí, al exceso.
Secretos pendientes
El parto de 'Jacobo: el Duque de Alba en la España de su tiempo' (Cátedra)ha sido tan doloroso como satisfactorio. Además de la avalancha de papeles, el historiador se ha enfrentado a archivos que han vivido al menos tres mutilaciones para prevenirse del escrutinio político. «Me he encontrado puertas abiertas y también cerradas. Hay secretos que todavía esperan a otros investigadores. Documentos robados, desaparecidos o quemados. Al ser un personaje muy observado, se vio obligado a destruir muchas cartas», asegura el historiador, que ha podido constatar que en el archivo familiar apenas queda huella de su oposición antifranquista.
Hombre tímido, introvertido y de una discreción rayana en lo obsesivo, fue el duque un político que eludió el primer plano, en parte por su defectuosa oratoria, reconocida por él mismo, y en otra porque sus habilidades entre las bambalinas resultaban su mayor activo. El Rey Alfonso XIII no puso en sus hombros poder directo hasta los últimos estertores de la Restauración, cuando recibió el cargo de ministro de Estado. La idea no era otra que valerse de su buen entendimiento con figuras como Largo Caballero o Prieto para tender puentes y salvar lo insalvable. «Al Rey lo ayudó mucho a lo largo de su vida, limando sus debilidades con el juego, con las mujeres y luego con aspectos políticos. Fue quien medió para acercarle a políticos socialistas, a Unamuno, a Blasco Ibáñez… Era una persona que apostaba por el entendimiento y que hablaba con todos», recuerda García Hernán.
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La Segunda República no pudo ni quiso aprovechar esa vocación pública, especialmente necesaria en la gestión cultural. «El nuevo sistema fue un experimento que no salió bien, que hizo leyes con buena intención pero que técnicamente estaban mal diseñadas y que no supo aprovechar el talento que podían aportar aristócratas como Alba», enuncia su biógrafo sobre el deterioro de un Estado que terminó cometiendo abusos a diestro y siniestro. Al duque primero le expropiaron sin compensación tierras valoradas en siete millones de pesetas, a pesar de que la ley agraria permitía hacer excepciones en caso de un gran servicio a la patria, luego arrojaron sobre él amenazas de muerte y finalmente lo acusaron de manera tosca de estar en todas las conspiraciones.
«Planeó una estrategia para que Churchill viajara a Madrid el mes del golpe para evitarlo. Lo diseñó bien pero se le torció el plan»
En la última de ellas, la que devino en el golpe del 36, García Hernán ha cavado metros y metros de profundidad sin sacar nada en claro: «Afirmar que los que conspiraban eran los monárquicos es un error, porque en esa época todos conspiraban. Desde los anarquistas a los comunistas… En el caso del duque no he encontrado ninguna prueba documental de que conspirara contra la República, salvo la afirmación del propio duque de que intervino en el alquiler del avión Dragon Rapide en julio de 1936, pero revisando quién estuvo detrás realmente no he encontrado nada concluyente». Al contrario, lo que hay son pruebas de sus esfuerzos para parar la confrontación. «Planeó una estrategia para que Churchill viajara a Madrid el mes del golpe para evitarlo. Lo diseñó bien pero se le torció el plan», sostiene el autor de una obra que viene a enmendar la plana a los biógrafos del estadista británico, que sorprendentemente apenas han prestado atención a Alba en sus voluminosas memorias.
Todos contra el duque
Tachado de hombre frívolo y traicionero por el Partido Comunista, le incautaron durante la guerra su Palacio de Liria, víctima de un robo, un incendio y un más que probable bombardeo de la aviación de Franco. Tampoco en este punto ha escrito el investigador del CSIC la última palabra: «No podemos decir de una manera absoluta y rotunda que fue un robo de un señor con posterior incendio como defendía el duque. A él le interesaba demostrar que había sido así para cobrar el seguro y, de hecho, consiguió el dinero para reconstruirlo. La sentencia del Tribunal Supremo se limitó a hablar de que por la zona habían arrojado bombas unos aviones sin determinar su filiación y que, como consecuencia de ello, se produjo un incendio».

Dentro del hondo aislamiento del régimen, el talento y contactos de Alba fueron una luz en la oscuridad para la España de la posguerra. El noble no solo ejerció como embajador formal en Londres entre 1939 y 1945 bajo las bombas alemanas, sino que previamente hizo las veces de agente oficioso de la España nacional en otros destinos. Jacobo lo hizo no en nombre de Franco sino del Rey, al que pidió permiso para ello. Alfonso XIII se lo concedió y se limitó a desearle suerte. Sin duda la tuvo en su principal misión de conservar al país en buena sintonía con los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial. «Franco se arrogó el triunfo de haber sido neutrales, pero él pensó erróneamente que Alemania podía ganar la guerra. Alba prefería una posición más próxima a los Aliados y no esa neutralidad de pacotilla», recuerda el historiador.
Otro de sus grandes desvelos fue el de expedir el mayor número de pasaportes españoles a judíos perseguidos por los nazis. «Con la interminable lista de hebreos, con nombre y apellido, por los que se preocupó en la mano, a mí me parece que debería ser declarado justo entre los justos por Israel. Pero, claro, eso depende de ellos», explica el autor de una biografía esclarecedora.
El duque de Alba mantuvo en todo momento una doble diplomacia donde, aparte de seguir las instrucciones de Franco, buscó unir las piezas para propiciar la restauración monárquica primero en la figura de Alfonso XIII y luego de Don Juan. La reconciliación nacional ya estuvo sobre la mesa en esos años a través de un pacto de mínimos entre monárquicos y socialistas. «Estaba convencido de que el gran problema de España es que había faltado la educación. Que la causa decadente de las dos dictaduras y la república fue la falta de cortesía y respeto entre españoles. Creía que había que recuperar eso».
Vivió noventa cambios de gobierno, dos reinados, dos dictaduras, una guerra civil, tres revoluciones, dos guerras mundiales, la quema del palacio familiar, pero nada le dolió tanto como el asesinato de su hermano Hernando en Paracuellos. «No muestra odio por el crimen, pero sí incomprensión por tanto sufrimiento sin sentido. Durante tres años trató de averiguar lo que había ocurrido y, cuando lo descubrió, buscó sin éxito el cuerpo para darle un entierro», apunta el historiador. La inacción de Inglaterra para frenar estos horrores fue una espina clavada durante años en el trato con su primo Churchill, al que culpaba de no hacer lo suficiente.
«Se dio cuenta de que la batalla estaba perdida cuando parte de la comunidad internacional validó al régimen»
El autor de 'Jacobo: el Duque de Alba en la España de su tiempo' reprocha en el epílogo de su obra al quince veces Grande de España que no fuera capaz de hacer frente con el otro gran aristócrata de su generación, el conde de Romanones, a los sucesivos dictadores que entraron en el país. «Por una serie de circunstancias desgraciadas de la vida no hubo entendimiento entre ellos. Evidentemente tenían que haberse puesto de acuerdo todas las derechas», afirma sobre una desunión que fue letal.
No obstante, Franco le pagó su inestimable labor como embajador en Londres incoándole un proceso por masón y prohibiéndole salir más de España, mientras que Falange lo dibujaba de afeminado y tibio. Tras la Segunda Guerra Mundial, el noble dimitió de su puesto como embajador y procurador de las cortes para distanciarse del dictador, pero nunca logró acercar el franquismo a su derrota. «Se dio cuenta de que la batalla estaba perdida cuando parte de la comunidad internacional validó al régimen. No se atrevió a iniciar una oposición total y radical por temor a romper la Casa de Alba». A partir de 1948 se contentó con recuperar la bonanza de su familia y crear la marca Casa de Alba vinculada al mecenazgo cultural. Solo al cabo del tiempo nació el mito cruel del duque servil al régimen.
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Cuenta García Hernán que no ha podido encontrar pruebas de su vocación de padre entre su interminable documentación, aunque tampoco de lo contrario. «No llegó a tener una vida familiar al uso porque las circunstancias eran muy hostiles», defiende el investigador, que sí reconoce que la boda de Cayetana fue uno de sus instantes más felices. Precisamente la alargada sombra de la duquesa más mediática es otra de las causas del ostracismo del padre. «No cabe duda de que ella ha llenado una época y muchas páginas por razones que no eran justamente culturales. La niña hizo sombra al gigante y ocultó sin querer los méritos del padre».
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