Las últimas horas de Ceaucescu: así fue la agonía del último dictador comunista de Europa

Todo sucedió extremadamente rápido en Rumanía desde que su jefe de Gobierno pronunció aquel polémico discurso desde el balcón del Palacio Presidencial de Bucarest en el que fue abucheado tras décadas de terror y la ejecución junto a su esposa

Retrato de Ceaucescu, sobre la imagen tomada el día de su ejecución ABC

Israel Viana

Nicolae Ceaucescu fue la última pieza en caer del gran dominó de dictaduras comunistas que comenzó a establecer Stalin , en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que el dictador rumano subió al poder cuando el ruso ya había muerto, y que incluso se atrevió a desarrollar una política independiente que desafiaba la influencia soviética en el país, pero no cabe duda de que la cultura del terror que estableció, y que le hizo caer de una manera sorprendente en 1989, no era sino una herencia de aquella URSS que, según las estimaciones del historiador y premio Nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn, acabó con la vida de 88 millones de personas .

A Stalin se le había ocurrido la idea de formar un «cordón sanitario» con estados políticamente afines, y subordinados a las decisiones de Moscú, después de la Segunda Guerra Mundial. Fue ahí cuando la URSS se expandió rápidamente por Europa y comenzó a intervenir en otras partes del mundo, pasando de ser una nación atrasada y a la defensiva con respecto a Occidente, a una potencia conquistadora que debía organizar nuevos territorios sobre los que nunca habían tenido un dominio de tal magnitud. Era el momento perfecto para poner en marcha la maquinaria roja para imponerse a Estados Unidos. La Guerra Fría a plena potencia.

En enero de 1946, hicieron subir al poder a Enver Hoxha y Tito en Albania y Yugoslavia, respectivamente, donde se mantuvieron 41 y 35 años. La mayoría de las formaciones comunistas y socialistas en los países del este no eran todavía muy importantes, pero fueron poco a poco haciéndose con los Gobiernos. En Bulgaria, con Georgi Dimitrov ; en Polonia, el Partido Obrero de Boleslaw Bierut , que tuvo que falsificar las elecciones; en Checoslovaquia, con el Partido Comunista de Klement Gottwald , y en Hungría, con el Partido de los Trabajadores de Mátyás Rákosi . En el caso de Rumanía, los comunistas pasaron de mil a más de un millón de afiliados en solo cuatro años.

El «golpe» en Rumania

Fue, quizá, el ejemplo más escandaloso de todos. En diciembre de 1947, el país estaba ocupado por el Ejército de la URSS y el Partido Comunista de Gheorghe Gheorghiu-Dej falsificó igualmente las elecciones después de haber sido ampliamente derrotado e hizo dimitir al Rey Miguel I . Fue un golpe de Estado encubierto de democracia, en un momento en el que Ceaucescu ya comenzaba a tener influencia a sus 29 años.

Sin embargo, no fue hasta la muerte de Gheorghiu-Dej, en marzo de 1965, cuando este pasó a ser líder del Partido Comunista Rumano y, en 1967, llegó a la presidencia del Consejo del Estado convirtiéndose en una figura popular. Desde ese momento, Ceaucescu vivió su particular sueño. Se ganó la confianza del pueblo rumano cuando, un año después, se opuso a la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia y amenazó con el uso de la fuerza si la URSS se atrevía a invadir el país.

Muchos líderes mundiales ensalzaron su figura y hasta le recibieron con honores de Estado, pero la realidad no era tan bonita, ya que poco después asumió su papel de dictador implacable e implantó un estado policial de corte estalinista. Alimentó la corrupción y el nepotismo, monopolizó los cargos más importantes en torno a su familia y vivió en la más absoluta opulencia mientras el pueblo se moría de hambre. A finales de 1989, una buena parte de la sociedad rumana estaba hastiada del gobierno del «conducator», como se había hecho llamar para rendir culto a su persona. Su política económica, así como el plan de austeridad draconiano con el que se quiso liquidar la deuda nacional lo antes posible, habían incrementado la pobreza de Rumanía hasta límites insospechados, mientras su familia acumulaba una de las fortunas más grandes de Europa.

Ceaucescu, saludando a los veteranos de la Primera Guerra Mundial, durante la dictadura ABC

El discurso

Aún así, resulta sorprendente que solo pasaran cuatro días entre el discurso que dio el 21 de diciembre de aquel año, desde el balcón del Palacio Presidencial de Bucarest, y la ejecución junto a su esposa el día de Navidad. Las imágenes de los dos cadáveres tirados en el suelo, en medio de un charco de sangre , junto a una pared, con los ojos abiertos pero sin vida, segundos después de haber sido acribillados, dieron la vuelta al mundo. Pero retrocedamos para ver cómo fueron los últimos momentos del último dictador comunista que vio Europa.

Los últimos cuatro días en los que Rumanía cerró de un portazo aquella larga etapa en la que su población había sido oprimida, explotada, masacrada y matada de hambre «por la dictadura más feroz que ha conocido Europa desde, probablemente, la de Stalin», señalaba ABC. Y todo comenzó con el mencionado discurso. Ceaucescu apareció con un abrigo negro acompañado de su esposa Elena, sus guardaespaldas y varios dirigentes del Partido Comunisto. Abajo, en la plaza central, la multitud le arropa con pancartas, banderas rojas y grandes fotografías en su honor.

En ese momento, el dirigente se acercaba al micrófono y comenzaba a hablar : «Queridos camaradas y amigos, ciudadanos de Bucarest, capital de la Rumania socialista. Permítanme enviar mis sinceros saludos revolucionarios a todos los que participan en esta gran demostración». Y a continuación anunció: «Esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo». En ese momento, comenzó a escucharse el murmullo de desaprobación ante las primeras promesas del presidente de la República.

La caída

Un Ceaucescu asombrado y contrariado, poco acostumbrado a las críticas y pidiendo una y otra vez a la gente que permaneciera en sus asientos, estaba presenciando como su pueblo le acababa de perder el miedo tras 22 años de duro régimen comunista. Hay que tener en cuenta que el muro de Berlín había caído dos meses antes y este no había tenido tiempo para asumir la realidad del desmoronamiento del bloque socialista en Europa. El dictador rumano caminaba hacia su muerte sin comprender que el mundo se transformaba. Aquel último discurso era la fiel representación de la pérdida del poder, con los silbidos extendiéndose entre la multitud congregada, mientras prometía una ridícula subida del salario mínimo, subsidios para más de cuatro millones de niños o el aumento de las pensiones. Ya era demasiado tarde.

El 16 de diciembre se había producido la primera protesta en Timisoara, que continuó al día siguiente con la ocupación por parte de los manifestantes de la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano (PCR) y la destrucción de documentos oficiales y otros símbolos del régimen socialista. El mandatario ordenó disparar contra la población civil y provocó una masacre. Lejos de aplacar la ira del pueblo, convirtió a la ciudad rumana en un polvorín: muertes, peleas, automóviles incendiados, tanques enfrentándose a civiles y voluntarios organizados en retenes para cazar a francotiradores.

La revuelta se extendió rápidamente a otras zonas del país y llegó a la capital, causando miles de muertos en lo que fue uno de los sucesos más graves de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El objetivo del discurso no era otro que celebrar una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen, con la televisión retransmitiendo en directo, para condenar las protestas de Timisoara. «Parece cada vez más claro que hay una acción conjunta de círculos que quieren destruir la integridad de Rumania y detener la construcción del socialismo. Su objetivo es poner de nuevo a nuestro pueblo bajo la dominación extranjera. Tenemos que defender con todas nuestras fuerzas la integridad e independencia del país», declaró el dictador ante los tímidos aplausos de la primera línea de asistentes, que habían sido traídos desde las fábricas, a punta de pistola, para escuchar proclamas como «mejor morir en la batalla» o «debemos luchar para vivir libres».

Ceaucescu y su mujer, Elena, tras ser detenidos

«¡Muerte al dictador!»

No se imaginaba que la mayoría de los manifestantes se habían reunido en la plaza de Bucarest para abuchearle. La imagen del dictador y su esposa Elena tratando de calmar a los asistentes, resultaba caricaturesca. Su guardia personal le recomendó que se ocultara en el interior del edificio, al tiempo que la señal de televisión era sustituida por anuncios ensalzando las bondades del socialismo. La mayor parte de la población ya se había percatado de que algo extraño ocurría y no dudó en lanzarse a las calles de las principales ciudades para gritar «¡muerte al dictador!».

Ceaucescu cometió el error de no huir. Estaba convencido de que la represión terminaría por apaciguar los ánimos. Cuando su esposa Elena fue informada al día siguiente de nuevas manifestaciones, esta vez de trabajadores de las zonas industriales de la ciudad que se dirigían al centro, llegó a ordenar: «Mátenlos a todos y échenlos a fosas comunes. Que no quede vivo ni uno, ¡ni siquiera uno!». Y cuando se convenció de que aquello no era posible, el presidente ordenó a su piloto personal que consiguiera dos helicópteros con personal de seguridad para escapar, pero era demasiado tarde.

Cuando dio las órdenes, Ceaucescu alcanzó a escuchar la respuesta del oficial en el auricular, que sonó casi como una sentencia de muerte: «Señor Presidente, hay una revolución aquí afuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!». Tuvo que echar entonces mano de un vehículo y huir hasta refugiarse con su esposa en un instituto a las afueras de la capital. Pocas horas después, sin embargo, fueron detenidos, mientras los principales responsables del aparato de Gobierno y sus militares eran ejecutados.

El juicio

Ellos fueron juzgados el mismo día de Navidad y condenados a muerte, sin que el dictador pareciera darse cuenta de que su hora había llegado. «Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y vosotros tendréis que responder», gritaba encolerizado, mientras daba órdenes al tribunal, insultaba al juez («usted no sabe leer ni escribir») y replicaba a su mujer: «¿Cómo permites que te hablen de ese modo?». Pero, en ese momento, le replicó el fiscal: «Usted siempre ha declamado actuar y hablar en nombre del pueblo, ser amado por el pueblo, pero solo ha hecho al pueblo esclavo de una tiranía durante todo este tiempo».

Las acusaciones duraron una hora, hasta que al final fueron condenados por genocidio, abuso de poder, destrucción de propiedad pública, daños a la economía e intentar fugarse con 1.000 millones de dólares. Tres miembros de las tropas paracaidistas rumanas se ofrecieron voluntarios para formar parte del pelotón. Y a las 4 de la tarde, estos dispararon sus fusiles AK-47. Incluso cambiaron sus cargadores. Cerca del paredón fueron encontradas más de 120 balas, según las informaciones de la época. Las manifestaciones en Bucarest pidiendo que fueran mostradas por televisión las imágenes de los cadáveres duraron horas.

«Todavía me pongo nervioso al recordarlo. Fueron dos vidas con las que yo terminé. En una guerra está bien, pero cuando matas personas desarmadas, es más difícil. Les disparé muy rápido y creo que les ayudé a morir con dignidad», declaró Ionel Boyeru, miembro del pelotón de fusilamiento, a ‘The Guardian’ en 2014.

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