El retorno del Rey: abdicaciones, exilios y vuelta a casa de los grandes monarcas de España
Como vaticina el final de 'El Señor de los Anillos’, el rey siempre retorna a casa, unas veces porque abdica y otras porque el país le pide volver
El Rey Juan Carlos, de 84 años, ha vuelto a España en un retorno inevitable tras 21 meses de residencia en Abu Dabi (Emiratos Árabes Unidos). Su situación en el extranjero guardó muchas similitudes con las vividas por otros monarcas, algunos de ellos forzados políticamente a marcharse y otros que lo hicieron de manera voluntaria para reducir tensiones o pensando en su propia salud. Como vaticina el final de 'El Señor de los Anillos’, el Rey siempre retorna a casa.
Las abdicaciones de Carlos V y Felipe V
El primero de los Austrias en España, Carlos V, y el primero de los Borbones, Felipe V , comparten grandes similitudes biográficas. Ambos llegaron siendo adolescentes imberbes a países que les resultaban desconocidos, con problemas para aprender el idioma y las costumbres locales, y a base de éxitos y tropiezos acabaron siendo grandes representantes de sus respectivas casas. Sin embargo, castigados por problemas mentales y físicos, en el caso de Carlos V tras una depresión que le hundió anímicamente en el invierno de 1555 y en el de Felipe V por un síndrome bipolar cada vez más incapacitante, se vieron obligados a abdicar cuando todavía eran jóvenes.
Carlos V repartió sus tronos entre Felipe II y su hermano Fernando y se decantó por un sitio tan remoto como Extremadura (la tierra que paría conquistadores como churros), concretamente en Cuacos de Yuste, para retirarse del mundo con solo 55 años. Allí moriría tres años después debido probablemente al paludismo. Para entonces, su ánimo ya estaba recuperado y hasta se permitió interferir en los asuntos políticos de su hijo con un creciente tono belicoso.
Felipe V, por su parte, tomó a finales de 1723 , con cuarenta años, la decisión de abdicar en la figura de su hijo Luis I y retirarse del mundo «para pensar en la muerte y solicitar mi salvación». Para este retiro espiritual, el Monarca escogió los bosques de Segovia para construirse un palacio de ensueño, más francés e italiano que español, el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso. No obstante, la prematura muerte de Luis I, cuando apenas llevaba unos meses en el trono, devolvió a Felipe V al trono. Cada vez menos cuerdo, el Rey intentó abdicar en varias ocasiones, sin que la Reina ni sus ministros lo permitieran, pues el futuro Fernando VI era aún demasiado joven para reinar. Reinar en contra de su voluntad dispuso la mayor de las tragedias de la casa.
El fallido retorno de Carlos IV
Carlos IV, un Rey con buena visión internacional y grandes intereses culturales, tuvo que lidiar con un huracán de unas dimensiones desconocidas para las monarquías europeas, la Revolución francesa, y luego con uno de sus frutos más indeseables, Napoleón Bonaparte. Como resultado de esta colisión y de su mala relación con su hijo Fernando, Carlos IV abdicó hasta tres veces a lo largo de su vida. En Bayona, Carlos IV cedió el trono de España a Napoleón por una renta anual de treinta millones de reales, pagadera mensualmente, el uso vitalicio del palacio de Compiègne y la propiedad del castillo de Chambord con bosques, jardines y haciendas dependientes. En cuestión de meses la renta adelgazaría hasta la anorexia, el palacio se convertiría en una pequeña parte de este y de las propiedades en Chambord no se volvería a hablar.
En cuestión de meses la renta adelgazaría hasta la anorexia, el palacio se convertiría en una pequeña parte de este
Tras lograr salir de Francia, Carlos y su esposa María Luisa terminaron sus días en Roma, primero en el imponente Palacio Borghese y después en el más económico de Barberini, al que sería muy generoso calificar como palacio. Rodeado de espías de Napoleón y de Fernando VII, los últimos años de vida del Rey, bien secundado por su fiel servidor Manuel Godoy, estuvieron marcados por la falta de ingresos de su casa y por sus reiteradas peticiones para poder regresar a España.
Ni logrando que Carlos abdicara por tercera y última vez, Fernando aflojó el cerco en torno a sus padres. La Reina lloraba a ratos por haber parido a un ser tan mezquino: «Ve bien entre qué gentes nos tienen nuestros hijos. Jamás hubo en el mundo padres más desventurados que nosotros». Lo que desconocía María Luisa es que su marido mantenía desde 1816 una doble correspondencia con el Rey Felón donde, en paralelo a las cartas conocidas por la reina madre, cargaba contra el mal humor de su esposa y pedía a su vástago que le concediera una habitación individual en España.
Carlos no logró su propósito de volver, pero se contentó con viajar con su hermano Fernando, el Rey de Dos Sicilias, a Nápole s, donde fue agasajado como un Rey. Ser tratado de nuevo con altas dignidades en Nápoles pesó más que acompañar a su mujer en su agonía final. Carlos estaba muy a gusto como para interrumpir su estancia y sus jornadas de caza en Nápoles, por lo que hizo oídos sordos a los avisos sobre la enfermedad que finalmente mató a María Luisa el 2 de enero de 1819. Apenas dos semanas después del fallecimiento de su esposa, Carlos cayó enfermo y pereció en la más absoluta soledad, cuando planeaba regresar a Roma.
Fernando VII: la vuelta de la prisión
Durante las llamadas Abdicaciones de Bayona, Fernando VII renunció también al trono y quedó obligado a residir fuera de España. Desde el 10 de mayo de 1808 hasta marzo de 1814, Fernando, su hermano Carlos y su tío Antonio Pascual vivieron cautivos en el castillo de Valençay, palacio rústico rodeado de la nada por todas sus partes, bajo la estrecha vigilancia gala y las supuestas humillaciones del dueño de la propiedad, Charles Maurice de Talleyrand, responsable de la diplomacia napoleónico. Talleyrand bregó en atenciones hacia el trío y se preocupó de que recibieran clases de baile, equitación y música para matar las horas. Exigía que para presentarse ante los Borbones se vistiera siempre ropa adecuada, lo cual no era habitual ni en la corte madrileña.
Sin embargo, la marcha de Talleyrand a los pocos meses deterioró la calidad de vida de los huéspedes, que a pesar de las sucesivas reducciones de presupuesto ingresaban más de lo que gastaban, pues en un lugar tan aislado no había margen para tirar el dinero más que en caros abalorios decorativos. La estancia en Valençay se amargó para los españoles con la progresiva retirada de la nube de criados y consejeros que Napoleón no estaba dispuesto a costear y que, eso era evidente, solo servían para intrigar. La monotonía consumió al trío de Borbones, cuya estancia aburrió hasta a la policía imperial encargada de informar de su actividad o, más bien, de la falta de ella. Ahora bien, no consta en ninguna parte que les faltara comida en la mesa o que la vida de Fernando corriera peligro en sus seis años en Francia.
Fernando pactó con Napoleón en marzo de 1814 su regreso al trono a cambio de que las tropas británicas salieran junto a las francesas del país, lo cual era un pésimo trato cuando las huestes de José I ya habían sido derrotadas. Lo bueno en este caso es que, fiel a su zorrería, el monarca no iba a cumplir los compromisos con el emperador de los franceses, a punto de ser derrocado por una alianza de los grandes reyes europeos. Una vez entró el rey por España, representantes de la regencia y de las Cortes establecidas en Cádiz esperaron en Madrid a que Fernando acudiera a jurar el texto constitucional que limitaba su poder.
El soberano ganó tiempo para no revelar su posición, dando ambiguas respuestas a los constitucionalistas y bañándose en las masas. Al final fue el presidente de la regencia, el cardenal Borbón, el que se desplazó a Valencia a ver a su primo y entregarle un ejemplar de la Constitución liberal que se había promulgado en su nombre durante la guerra. Según fabuló el periódico absolutista Lucindo, la cita al norte de Valencia colocó a ambos carros frente a frente, como en un duelo al sol en el viejo oeste. El Rey descendió de su transporte y esperó a que se acercara el cardenal, que al final claudicó y fue hasta él. Fernando fingió no haberle visto y le extendió la mano para que la besara. El presidente de la regencia intentó bajársela y el rey procuró levantarla. Después de unos segundos eternos, Fernando ordenó a su primo: «Besa», y el clérigo obedeció. Como si el beso fuera un gol por la escuadra al liberalismo, el periódico absolutista finalizó su crónica con un nada imparcial: «¡Triunfaste, Fernando!».
María Cristina: una Reina Madre en el exilio
La cuarta y última esposa de Fernando VII, María Cristina, debió hacerse cargo de la Corona durante la llamada Primera Guerra Carlista y no tuvo otro remedio que aliarse con los liberales para hacer frente a las fuerzas más conservadoras. Frente a la marea progresista que representaban Espartero y compañía, María Cristina se apoyó durante su regencia en el sector más moderado de los liberales y en unos cuantos absolutistas disfrazados con gorros frigios. Entre los primeros hubo corruptos que se limitaron a sacar provecho a lo rematadamente mal que se le daba a la sagaz regente distinguir la esfera pública de la privada, pero también liberales sinceros que consideraban que los cambios debían producirse de forma escalonada para que calaran en España.
El pulso entre moderados y progresistas supuso una segunda guerra cuando ya declinaba la carlista. Una revolución progresista emergió en el verano de 1840 para impedir que María Cristina reconstruyera el partido monárquico e iniciara una involución en el país. Arrinconada políticamente, María Cristina y su nuevo marido, un guardia real llamado Fernando Muñoz con el que se había casado de manera secreta, se marcharon una temporada a Francia lejos de los líos madrileños. Tuvieron que pasar varios años, hasta que los moderados recuperaron férreamente el poder, para poder regresar a España.
El 22 de marzo de 1844, María Cristina regresó a Madrid. Una de sus prioridades fue asegurar la sanción real de su matrimonio con el duque Fernando Muñoz. Antes de final de año, María Cristina contrajo matrimonio oficialmente con Fernando Muñoz en una ceremonia privada, bendecida esta vez por el Papa y por la Reina de España. Durante años, Muñoz y María Cristina hicieron y deshicieron a su antojo en palacio, aprovechándose de la juventud e inocencia de Isabel.
«No existe en España un solo negocio industrial en que ella o el duque de Riánsares [Fernando Muñoz] no tomen parte», reconoció en cierta ocasión el embajador francés. La Revolución de 1854 fue directamente responsabilidad del matrimonio, como bien remarcó el pueblo al saquear y quemar los bienes del Palacio de las Rejas , residencia madrileña de los Muñoz. Luego la masa enfurecida hizo lo mismo con las casas de otros ilustres especuladores como el marqués de Salamanca, destrozadas pero no saqueadas, pues «el populacho quema pero no roba». Isabel II salvó su trono de milagro, a falta de otras alternativas, pero una vez más, y ahora durante más tiempo, Muñoz y María Cristina tuvieron que salir rápidamente del país.
Cuando años después se dieron las condiciones para el retorno de su madre, Isabel la llenó por carta de piropos y carantoñas, pero le insistió en que las «circunstancias» impedían su viaje a casa, que era como decir que más le valía esperarse a que se secara el Ebro. ¿Qué circunstancias? Pues «las circunstancias», repetía Isabel. Entre la resignación y los arrebatos de ira, para cuando se le autorizó a volver por no seguir aguantando sus quejas, la señora Muñoz ya solo lo hizo de manera puntual y alternando la presencia en España con largas temporadas en Francia, donde iba a terminar también Isabel II.
El retiro parisino de Isabel II
El reinado de Isabel II fue una montaña rusa que, a pesar de todo, vivió la completa transformación social y económica del país. La Reina se pasó su reinado siembre bajo la amenaza de la caída de la monarquía, pero, a falta de consenso para buscarle una alternativa, ya fuera en forma de otra dinastía u otro sistema de Estado, permaneció en el trono cerca de 35 años, hasta el estallido de la Revolución Gloriosa en 1868.
Bajo la protección del emperador Napoleón III y de su esposa Eugenia de Montijo, Isabel se instaló en 1868 en el castillo de Pau, la cuna de los Borbones que había visto nacer a Enrique IV de Francia, y luego se compró el pequeño palacio Basilewski, que la española rebautizó como de Castilla, situado en el número 19 de la Avenida Kléber (París). Su marido, Francisco de Asís, apenas llegó a poner un pie en dicha residencia y prefirió vivir a las afueras de París. Rey y reina acordaron su separación legal tras un intenso rifirrafe. En 1870, la Reina abdicó en la figura de su hijo, Alfonso XII, con el fin de allanar el regreso de su casa al trono de España.
Todo en la existencia de la Reina Isabel fue demasiado rápido, a excepción de su larguísima estancia en el exilio parisino, en la que llevó una discreta vida social. Incluso cuando se le permitió regresar a España lo hizo de forma puntual y en breves estancias. En París, con las aguas más calmadas, recibió la visita de uno de los mejores cronistas en la historia de España, Benito Pérez Galdós, que celebró con la Reina depuesta una entrevista en 1902 por mediación del embajador español en Francia.
«Pónganse ustedes en mi caso. Metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba...», le confesó la Reina al escritor sobre las graves dificultades a los que se enfrentó desde niña.
Alfonso XII: el príncipe prometido
El nacimiento de Alfonso XII , en 1847, fue considerado por Isabel II un triunfo personal. El único varón de sus cinco hijos que llegó a edad adulta mostró una buena constitución y un porvenir esperanzador para la dinastía. Sin embargo, este futuro prometedor se vio interrumpido en lo político con la salida del país en 1868 de los Borbones. El exilio curtió el carácter del príncipe de Asturias y le recordó lo frágil que era la posición de los reyes constitucionales que abusan de sus competencias. También le permitió alejarse de la viciada educación palaciega. Alfonso completó sus estudios en Viena, París y la Academia Militar de Sandhurst, institución británica de disciplina terrible. Conocer ambientes y países tan variados como el autoritarismo paternal del emperador austriaco o el parlamentarismo británico le dio una visión de conjunto y alimentó una inteligencia ya de por sí despierta. Desde joven gozaba de una memoria fuera de lo común y rara vez olvidaba un rostro.
En 1876 puso fin a la Tercera Guerra Carlista, la soporífera riña familiar que había evolucionado a una cuestión repleta de recovecos ideológicos, y dos años después, Alfonso XII apagó el prolongado levantamiento independentista en Cuba
El duque de Sesto, en lo personal, y Antonio Cánovas del Castillo , en lo político, se encargaron de tallar desde cero al nuevo Rey y allanar el regreso de la dinastía. El día de los Reyes Magos de 1875, el nuevo Rey de España partió de París para, a bordo de la fragata Navas de Tolosa, trasladarse de Marsella a Barcelona y luego Valencia, ciudades que le recibieron con un clamor popular tras la turbulenta experiencia de la Primera República. En la capital le esperaba un arco del triunfo levantado en la calle Alcalá y banderas nacionales en los balcones. El soberano entró en Madrid a lomos de un brioso corcel blanco y se abrió paso entre el gentío.
En España las cosas le vinieron que ni pintadas al nuevo Rey. Tras años de inestabilidad, el mero retorno del Rey sirvió para cortar varias hemorragias. En 1876 puso fin a la Tercera Guerra Carlista, la soporífera riña familiar que había evolucionado a una cuestión repleta de recovecos ideológicos, y dos años después, Alfonso XII apagó por medio de la Paz de Zanjón el prolongado levantamiento independentista en Cuba. Comenzó así con el mejor pie la Restauración monárquica orquestada por Antonio Cánovas, que dotó al país de uno de los periodos de mayor estabilidad económica y social de su historia reciente.