Prisión y multas: el decreto con el que Primo de Rivera quiso «purgar el virus» del independentismo

Nada más dar el golpe de Estado, el general instauró una dura política contra los nacionalismos, sobre todo el catalán, al que consideraba unos de los grandes «males» de España

Primo de Rivera, pronunciando un discurso en 1926 ABC

ABC

El 17 de septiembre de 1923, cuatro días después de su golpe de Estado, el general Miguel Primo de Rivera escribía: «De los males patrios que más demandan urgente y severo remedio, destacan el sentimiento, propaganda y actuación separatistas que vienen haciéndose por odiosas minorías. Que no por serlo quitan gravedad al daño y que, precisamente por serlo, ofenden el sentimiento de la mayoría de los españoles, especialmente el de los que viven en las regiones donde tan grave mal se ha manifestado».

[ ¿Quién fue José Antonio Primo de Rivera? ]

Este capitán general en Cataluña fue presidente dictatorial desde hasta el 28 de enero de 1930. Y fue precisamente desde Barcelona donde fundamentó un golpe que tenía como objetivo –leyó en su manifiesto– «libertar a la Patria de los profesionales de la política, de los hombres que por una u otra razón nos ofrecen el cuadro de desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazan a España con un próximo fin trágico y deshonroso». España ponía fin así al medio siglo de Restauración.

Pero antes de todo eso, lo que se propuso Primo de Rivera –además de terminar con el sistema parlamentario «inmoral y corrupto», los desórdenes públicos y el problema marroquí– fue el de erradicar de un plumazo los separatismos en España. En Cataluña precisamente contó no solo con el apoyo de los militares, sino también del somatén –cuerpo parapolicial que se extendería al resto del país durante sus ocho años de régimen–, de los industriales y de los sectores conservadores en general.

De oficial a dictador

Anteriormente, Primo de Rivera también había sido oficial del Ejército en los tres frentes abiertos en España (Cuba, Filipinas y Marruecos) y en el famosa Desastre de Annual contra Abd el-Krim en 1921. Aquel, dicen, fue el revulsivo necesario que cimentó su ascenso al poder. Uno de los personajes más difíciles de abordar de la Historia de España del siglo XX, que el historiador Joan Maria Thomàs abordó hace poco en « José Antonio. Realidad y mito » (Debate, 2017).

Una vez en el poder, el dictador impuso rápidamente una dura política contra los nacionalismos e independentismos periféricos. Esta quedó plasmada con la firma del Real Decreto sobre el Separatismo , pocos días después de haberse iniciado el directorio militar y de haberse declarado el estado de guerra. El objetivo era imponer sanciones que «eviten el daño apuntado» y «purgar el virus que representa la menor confusión, el más pequeño equívoco en sentimientos que ningún pueblo ni Estado conscientes de su seguridad y dignidad admiten ni toleran», especificaba Primo de Rivera en el preámbulo del Real Decreto dirigido al Rey Alfonso XIII.

En un principio, Primo de Rivera disimuló su anticatalanismo para no decepcionar a la poderosa burguesía catalana ni a la Lliga, que gobernaba en la Mancomunidad de Cataluña. Y, de hecho, en los primeros instantes el nacionalismo catalán apoyó a Primo de Rivera creyendo que, al haber sido capitán general de Cataluña, les favorecería en su camino hacia la obtención de más libertades y privilegios. Sin embargo, lo cierto es que el fuerte carácter centralista del nuevo dictador se impuso rápidamente. Todo ello favorecido por el cada vez mayor recelo con el que era visto el auge de los nacionalismos catalán y vasco entre la derecha conservadora española.

Juicios militares

El Real Decreto sobre Separatismo del 18 de septiembre de 1923 –que al día siguiente publicaba ABC al completo bajo el título « La represión del separatismo »– establecía juicios militares por los delitos «contra la unidad de la patria, cuando tiendan a disgregarla, restarle fortaleza y rebajar su concepto, ya sea por la palabra, por escrito, por la imprenta o por otro medio mecánico o gráfico de publicidad y difusión, o por cualquier otro acto o manifestación».

Su artículo primero también prohibía izar cualquiera bandera que no fuera la española en los edificios oficiales, ya fueran estos los del Estado o de los gobiernos provinciales o municipales. La banderas catalanas, vascas o gallegas quedaban desterradas, y cualquiera que las ostentara podría ser arrestado durante seis meses o sufrir una multa de hasta 5.000 pesetas. Toda una fortuna para la época que también podría caer a todo aquel que pronunciara discursos o redactara escritos que reflejaran cualquier sentimiento independentista.

Ahí no quedaban las penas, que podían ser mucho mayores en el caso de organizarse alzamientos contra el Gobierno central. En ese caso podría aplicarse incluso la pena de muerte. También serían castigadas las manifestaciones «públicas o privadas» a favor de la independencia o difundirse ideas separatistas en los colegios. En este último ejemplo la pena podía llegar a dos años de cárcel y multas de hasta 10.000 pesetas. El Real Decreto también prohibió a cualquier autoridad pública, sea del signo que sea, utilizar otro idioma que no fuera el español en los actos públicos, ya fueran estos de carácter nacional o internacional.

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