Segunda Guerra Mundial
Pavor y muerte: la horrible vida dentro de un tanque en la Segunda Guerra Mundial, según sus tripulaciones
El calor, el ruido constante y el miedo a ser destruidos eran los compañeros de viaje habituales de las tripulaciones de los carros de combate
Aquella mañana de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, comenzó con una sonrisa para Lafayette G. Pool . Después de tres años en el frente, era su último día en Europa. «Usted y su tripulación son héroes y quiero que regresen a casa con sus madres sanos y salvos», le explicó el coronel Richardson. En lugar de encabezar el ataque, como solía hacer, este «as» estadounidense de los tanques (pues atesoraba una docena de Panzers y más de dos centenares de vehículos destruidos) fue destinado al flanco de la formación. Una posición en apariencia tranquila.
Pero el cañón que los alemanes habían escondido en un garaje cercano no fue tan cortés como su oficial superior. «Vi que se levantaba la puerta y miré directamente al morro del obús» . El artillero alemán no titubeó. Apuntó y, cuando tuvo al enemigo en el visor, disparó. El proyectil cortó el viento tras un sonoro estruendo. Sin llamar antes, impactó de lleno en el carro de combate del veterano soldado. De poco importaron la ingente cantidad de enemigos con los que el nortemaericano había acabado hasta ese momento. De un solo disparo, los germanos hicieron estallar la torreta de su amado In the mood.
Pool sobrevivo, aunque jamás olvidó aquella imagen. Tuvo más suerte que las tripulaciones de los más de cuatro millares de Sherman , la columna vertebral de las divisiones acorazadas estadounidenses, que fueron destruidos en la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos, a manos de los temibles cañones anticarro de 88 milímetros.
![Sherman, la columna vertebral de las divisiones acorazadas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial](https://s3.abcstatics.com/media/historia/2020/12/29/sherman-kFcH--510x349@abc.jpg)
Douglas Ambridge, también comandante de uno de estos tanques, sintió los mismos escalofríos cuando se percató de que le disparaba la otra pesadilla de los carristas norteamericanos: un «Tiger I» . Ordenó a su conductor que se escondiera tras una casa, pero ni eso les salvó. «El disparo atravesó las cinco paredes de la vivienda, perforó nuestro blindaje y alcanzó la gasolina», escribió tras la Segunda Guerra Mundial . Saltó del interior a toda prisa antes de que las llamas dieran buena cuenta del vehículo.
La conclusión es que la vida de los tanquistas de ambos bandos fue mucho más dura de lo que las películas de Hollywood nos han hecho creer. En batalla, su posición era igual de peligrosa que la del resto de hombres. Como les sucedía a los anónimos soldados a los que se ordenaba tomar tal o cual risco armados apenas con un fusil, un solo disparo enemigo tenía la capacidad de segar su vida.
La única diferencia es que, si las divisiones de infantería sentían escalofríos al escuchar el repiquetear de las ametrallados MG-42 germanas o las Vickers británicas , a los pobres desgraciados que combatían en las tripas de los carros de combate en la Segunda Guerra Mundial se lo generaba el retumbar de un cañón anticarro. Y para sobrevivir la única solución era convertirse en una pequeña familia con una relación basada en la confianza mutua. Ya lo confirmó el conductor soviético Aleksandr Sacharow : «Los tripulantes están unidos más estrechamente que los hermanos».
Claustrofobia y metal
Esta familia estaba compuesta por cinco miembros que desempeñaban unas funciones determinadas dentro del blindado (aunque, durante la primera parte de la guerra, las tripulaciones rusas eran de cuatro hombres). En los Panzer IV germano s, Sherman estadounidenses y T-34/76 soviéticos (los más populares en sus respectivos ejércitos) convivían en un espacio claustrofóbico poco más grande que una habitación.
Lo habitual dentro de los tanques era que el conductor y el ametrallador (también operador de radio ) se ubicaran delante, sentados. Podía parecer cómodo, pero, durante el combate, debían permanecer siempre en esa posición si no querían golpearse la cabeza contra el techo. A la izquierda y derecha de la torreta estaban el artillero y el cargador . Detrás destacaba el padre de todos ellos: el comandante de carro , encargado de velar por el bienestar de sus hombres y de estar alerta. «Debíamos prestar siempre atención mientras escudriñábamos el campo de batalla en una guerra posicional», explica en sus memorias Otto Carius , el mítico «as» de los Panzers.
Si bien el puesto de comandante de carro era el de mayor responsabilidad, los que más sufrían eran los conductores. Uno de ellos, Jack Rollinson , estaba convencido de que eran «lo más bajo de la jerarquía social». En sus palabras, eran los primeros en levantarse por la mañana para poner a punto el tanque mientras el resto de sus compañeros dormía bajo una lona estirada, desde lo alto del vehículo, a modo de tienda de campaña. También eran los últimos en acostarse, pues debían revisar cadenas y motor , y los únicos que, durante el trayecto, apenas podían descansar. Carius era de la misma opinión: «Su posición requería una dosis adicional de agallas».
«Cuando un tanquista recibía en el interior de lleno los efectos de la perforación, a veces la cabeza estallaba, dejando todo el compartimento lleno de sangre, carnaza y sesos»
Aunque todos eran iguales ante la muerte. «Cuando un tanquista recibía en el interior de lleno los efectos de la perforación, a veces la cabeza estallaba, dejando todo el compartimento lleno de sangre, carnaza y sesos», explicaba, tras la contienda, el teniente Belton Cooper, del batallón de mantenimiento.
El día a día fuera del campamento no era sencillo. Durante los largos desplazamientos de una zona a otra, acciones habituales como aliviar la vejiga o comer se convertían en una aventura. El problema de ir al baño podía resolverse mediante la vaina de un proyectil (en mitad del combate había que tener cuidado por si estaba demasiado caliente), un casco de infantería o una lata vacía.
Para recuperar energías contaban con raciones específicas, aunque, según algunos combatientes como el alemán Hermann Heckardt, también «aburridas». Este sargento adoraba entrar en batalla, pues así podía disfrutar de la carne enlatada de los británicos. Tampoco era extraño que cualquier compartimento se convirtiera en una improvisada despensa. Lo peor era pasar semanas sin volver a la base. «En esos momentos llevábamos vidas de pordioseros sin poder pensar en lavarnos; incluso los amigos se volvían irreconocibles bajo las barbas», confirmó el carrista Hans Becker.
Sentidos a prueba
La rudeza del combate era espeluznante. Según el soldado J. W. Howes , había una cosa peor que oír la munición enemiga impactar contra el blindaje, «la experiencia traumática de escuchar por la radio el clic de otra radio apagarse». Aquello «aumentaba el horror» de la lucha y significaba que compañeros con los que habían compartido meses en el campamento habían muerto. «Si alguien informaba, por ejemplo, de que “Able Tres” había sido alcanzado, todo el mundo sabía quienes eran y los rostros de los caídos pasaban delante de nuestros ojos por unos segundos».
Aquello era lo único que podía sacarles de una suerte de trance en el que se veían inmersos por culpa del estruendo del enorme motor, el tronar de las armas al ser disparadas y, por último, el constante zumbido de unos auriculares que jamás se quitaban para comunicarse de forma interna con el resto de la tripulación.
El olfato era otro de los sentidos que se veía puesto a prueba en el interior de esas moles de metal. Para empezar, por el olor que emanaba de los mismos compañeros, los cuales solo se aseaban en las duchas del campamento o, si habían sido previsores, con un bidón de agua extra. El más sucio solía ser siempre el cargador, pues sudaba más que sus compañeros debido al esfuerzo de introducir la munición en el cañón.
![Panzer IV, el carro de combate más producido por el Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial](https://s3.abcstatics.com/media/historia/2020/12/29/panzerivsegundaguerramundial-kFcH--510x349@abc.jpg)
Igual de molesta era la pestilencia que llegaba desde las cadenas después de pasar por encima de cuerpos de animales en descomposición o de cadáveres humanos. «Aquel hediondo revoltillo iba girando en las cadenas, mientras los que íbamos en el interior luchábamos por no vomitar», afirmaba el tanquista Ernie Cox en declaraciones recogidas en «Tank men», de Robert Kersh aw. La gasolina, el aceite quemado y los gases de cordita completaban esta amarga sinfonía tan habitual en la Segunda Guerra Mundial.
La vista también sufría . Durante la batalla, el único que tenía una verdadera imagen panorámica del exterior era el comandante, quien, aunque podía agazaparse para evitar un balazo, solía dirigir el combate con medio cuerpo fuera de la escotilla. Los alemanes eran los más atrevidos en este sentido. Otto Carius siempre insistió a sus subordinados en que esa peligrosa costumbre les permitía ver al enemigo unos vitales segundos antes. «Los comandantes de carro que cierran de un portazo la escotilla al principio del ataque y no la vuelven a abrir hasta que se ha alcanzado el objetivo no sirven de nada».
«Los comandantes de carro que cierran de un portazo la escotilla al principio del ataque y no la vuelven a abrir hasta que se ha alcanzado el objetivo no sirven de nada»
El resto de los tripulantes, sin embargo, debían forzar los ojos para saber lo que sucedía a su alrededor, pues tan solo disponían para ello de una abertura del tamaño de un buzón. Por descontado, era imposible distinguirse en el interior de aquellas bestias metálicas.
Una existencia dura, en efecto, pero que muchos soldados como el tanquista Bill Close recordaban con cariño: «Al mirar hacia atrás, todavía veo esta época como uno de los mejores momentos de mi vida. Es difícil expresarlo con palabras, pero los amigos que hice durante la guerra son todavía mis amigos». Su conclusión, una que sorprende, es que la vida dentro de un carro de combate de la Segunda Guerra Mundial era mucho más peligrosa de lo que consideramos en la actualidad.
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