La obsesión enfermiza de Mussolini por convertir Italia en el Imperio Romano del siglo XX

El dictador fascista no quería ser un simple presidente, soñaba con ser Calígula, Octavio Augusto o Trajano antes incluso de la fundación del Partido Fascista. «Se hará justicia con todos los miserables que quieran impedir el desarrollo de la gran Italia», aseguró en 1918

Mussolini, sobre un mapa del Imperio Romano

Israel Viana

Cuenta el historiador italiano Angelo Tasca en ‘El nacimiento del fascismo’ , publicado en 1938, que el 18 de noviembre de 1918, cuando todavía no era conocido, Benito Mussolini apareció en una importante cafetería del centro de Milán para arengar a sus escasos seguidores: «¡Camaradas! Yo os he defendido cuando los cobardes filisteos os difamaban. El centelleo de vuestros puñales y el estallido de vuestras bombas harán justicia a todos los miserables que quieran impedir el desarrollo de la gran Italia. ¡Italia es vuestra! ¡Vuestra!».

Aunque no era conocido, el futuro dictador ya soñaba con convertir su país en un imperio que dominara todo el continente europeo. En las elecciones generales que se celebraron justo un año después, en noviembre de 1919, el joven Benito solo obtuvo 5.000 votos de los 270.000 que tenía Milán, la primera ciudad en la que se presentó a unos comicios. Aquel primer revés, sin embargo, no solo no le desanimó, sino que alimentó aún más su enfermiza obsesión por construir la potencia más grande y poderosa del mundo. Y es que Mussolini no soñaba con ser presidente o primer ministro… quería ser Calígula, Octavio Augusto o Trajano.

A continuación, aprovechó el malestar de los ciudadanos por la gran crisis económica que atravesaba Italia e incrementó los niveles de violencia , tanto verbal como física, para atraer a más simpatizantes. La jugada le salió bien, porque su ascenso fue espectacular. En abril de 1921 fundó el Partido Nacional Fascista (PNF) y en los siguientes comicios logró 35 diputados. Su influencia siguió en aumento, así como las víctimas provocadas por las palizas de sus camisas negras, hasta que el Rey Víctor Manuel III se vio obligado a nombrarlo jefe de Gobierno tras la famosa Marcha sobre Roma de 1922 .

Los periódicos españoles siguieron con expectación el día a día de la inesperada llegada de los fascistas a la capital italiana. «Si horas antes alguien hubiese consultado nuestra opinión, habríamos afirmado resueltamente que cualquier solución era posible, a excepción de la exaltación del fascismo. Sin embargo, Mussolini preside ahora un Gabinete. Si el lector mira el camino recorrido desde que nació oscuramente hasta alcanzar su actual omnipotencia, seguro que participará de nuestra estupefacción», subraya la revista ‘España’. De lo que no se hacía eco la prensa en aquellos primeros momentos de confusión es del verdadero objetivo del nuevo mandatario.

El saludo fascista

Cuando alcanzó el poder, lo único que tenía en mente Mussolini era devolver el prestigio a su país y recuperar el pasado glorioso del Imperio romano. Esa es la razón de que tomara el famoso saludo con el el brazo derecho levantado, con los dedos de la mano juntos y rectos, usado por los antiguos romanos y lo convirtiera en el símbolo fundamental de la nueva ideología fascista. Eso, sin embargo, no era nuevo. El considerado como uno de los imperios más poderosos y duraderos de la Antigüedad siempre fascinó a los estados totalitarios.

La Rusia de los zares –término derivado del latín ‘caesar’– consideraba a Moscú la «tercera Roma» después de Bizancio. A principios del siglo XIX, Napoleón también adoptó el águila de las antiguas legiones romanas como estandarte de su Ejército, al igual que en la antigua Roma, y en 1804 se autoproclamó emperador, desatando la ira de algunos personajes importantes de la época como el mismo Beethoven . Llegados a 1922, Mussolini no quiso ser menos y siguió los pasos de Julio César, el primer emperador romano que se nombró vitalicio, por lo que se presentó en sociedad también como dictador vitalicio. Y poco después se autobautizó como el ‘Duce’, su sobrenombre más famoso, que en la antigua Roma se usaba para referirse al general que mandaba las tropas.

Cuando faltaban dos años para el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, con una parte de su Ejército apoyando a Franco en la Guerra Civil española , Mussolini seguía insistiendo en su sueño. «Cuando pienso en el destino de Italia, cuando pienso en el destino de Roma, cuando pienso en todas nuestra hazañas históricas, no tengo otra opción que ver en toda esta sucesión de acontecimientos la mano infalible de la Providencia», aseguró en uno de sus discursos públicos. Y, poco más adelante, declaró: «Roma es nuestro punto de partida: es nuestro símbolo y nuestro mito».

En la Italia del ‘Duce’ no faltaron los desfiles escolares para depositar flores en las estatuas de César. Se celebraron igualmente homenajes en honor a Virgilio, el poeta romano del siglo I a. C., se organizó una gran exposición sobre la cultura de la antigua Roma, se construyó el Museo della Civiltà Romana y, sobre todo, se dio un impulso a las excavaciones arqueológicas del Foro. Una labor, eso sí, que siempre estuvo envuelta en una oscura nebulosa propagandística.

Las conquistas frustradas

Para lograr su deseado imperio, lo primero que pensó hacer Mussolini fue expandirse por África y Europa. Sin embargo, detrás de aquella grandeza se escondían un buen número de debilidades que se hicieron visibles al estallar la Segunda Guerra Mundial. En primer lugar, porque sus colonias y conquistas no eran grandes potencias ni territorios ricos en materias primas, como era el caso de Etiopía, Libia, Eritrea o Albania. Y en segundo, porque fue la Alemania de Hitler la que se adelantó en el viejo continente con la invasión de Polonia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia.

En ese momento, el ‘Duce’ barajó la opción de ampliar su proyecto de imperio en el sur del continente, expandiéndose hacía el Mediterráneo y los Balcanes, así como vías de libre acceso a los océanos Atlántico e Índico. Sin embargo, cuando el dictador italiano declaró la guerra a los aliados desde el balcón del Palazzo Venezia, en Roma, el 10 de junio de 1940, pronto se mostró incapaz de hacerse fuerte en el citado mar que desde hace tiempo proclamaba como suyo. Los fracasos de las batallas de Punta Stilo, Cabo Teulada y Matapan le hicieron lanzarse hacía Grecia, que fue su gran tragedia.

Fue en ese país donde un Mussolini diezmado y ahogado por sus sueños de grandeza firmó el armisticio con los aliados, el 8 de septiembre de 1943, dejando solo a Alemania en la batalla. Como era de esperar, Hitler se tomó aquello como una traición a la causa fascista y respondió con la mayor crueldad contra sus aliados de la 33ª División Acqui, que había participado cuatro años antes en la campaña de Francia. El día 18, los germanos fusilaron a 400 soldados italianos. El 21, a otros 800. La jornada siguiente, a 189 oficiales y 5.000 soldados más. Y así continuaron los días sucesivos hasta alcanzar la escalofriante cifra de 8.000 muertos entre el Ejército del ‘Duce’ .

Con la salida de Mussolini de la guerra y su ejecución por un grupo de partisanos en abril de 1945, el sueño del autoritarismo al estilo de la antigua Roma tan solo sería preservado, con sus propias características y con menos entusiasmo, por Franco en España.

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