La derrota de la Segunda República en su guerra contra la prostitución y las enfermedades venéreas
Durante el reinado de Isabel II se contempló el retorno de medidas regulacionistas por razones policiales e higiénicas, pero, ante la indecisión gubernamental, la regulación en la práctica quedó en manos de las autoridades municipales
Desde hace siglos, la percepción social y legal de la prostitución ha oscilado en España y en otros países cristianos entre el abolicionismo y el regulacionismo en un ciclo sin fin. En tiempos de los Austrias, las cortesanas eran consideradas mujeres marginales, pero se toleraba su actividad siempre y cuando lo hicieran en los espacios habilitados para ello, las mancebías, en continuidad con aquella máxima de San Agustín de considerar los prostíbulos como «un mal menor» en la lucha eterna contra la corrupción de las costumbres y los desórdenes sexuales .
Esta tendencia medieval de aglutinar la actividad en un mismo punto de las ciudades terminó abruptamente en España cuando Felipe IV, atormentado por su propia mala conciencia y por la nueva moral salida del Concilio de Trento , cerró de golpe estos burdeles y viró las leyes hacia la prohibición. Las grandes damnificadas fueron otra vez ellas, forzadas a la clandestinidad y a ser recluidas en las llamadas Galeras de Mujeres , «para expiar su culpa y apartarlas del mal». «Las infelices que se hacen prostitutas son llevadas a las cárceles, cuando se les antoja a los alguaciles», anotó Goya en uno de sus Caprichos.
No obstante, el cierre de los burdeles públicos no acabó con el problema social, únicamente lo dispersó y escondió. La presencia de mujeres públicas en las calles de las grandes capitales y en locales clandestinos no dejó de aumentar a lo largo del siglo XVIII. Un documento de mediados de siglo se refiere a las «mujeres ruinmente prostitutas, de que abunda en tanta multitud la Corte que no se pueden transitar sus calles sin peligro, horror y lástima, escándalo de todos y rubor del cristianismo». Viajeros y eruditos de los países vecinos llamaban la atención sobre la gran cantidad de trabajadoras sexuales que había en las calles de España.
De la persecución a la abolición
Solo en Madrid se calculaban más de cien burdeles y 1.500 trabajadoras durante el reinado de Carlos III . El Rey que todo lo quería controlar se aplicó para que, a falta de un reglamento específico, las redadas, los encierros en las llamadas casas de corrección para mujeres y la expulsión de estas féminas a sus pueblos natales pararan la propagación de enfermedades venéreas. Pero, el abolicionismo siguió sin aportar una solución al problema que se enfrentaban estas mujeres, en su mayoría jóvenes solteras ‘deshonradas’, esto es, abandonadas, separadas de sus maridos o incluso obligadas por estos.
Durante el reinado de Isabel II se contempló el retorno de medidas regulacionistas por razones policiales e higiénicas, pero, ante la indecisión gubernamental, la regulación en la práctica quedó en manos de lo que decidieran las autoridades municipales. «Alcaldes y gobernadores civiles contribuyeron pues, a la organización de los servicios específicos que recibieron el calificativo de ‘higiene especial’, elaborando y publicando reglamentos ad hoc, pero sin que ningún texto precisara realmente de sus competencias en la materia hasta las medidas de 1889 y 1892», señala el historiador Jean-Louis Guereña en su obra ‘Detrás de la cortina. El sexo en España (1790-1950)’ (Cátedra, 2018), un recorrido histórico por la sexualidad del país.
La prostitución «es una necesidad social, porque representa una válvula de seguridad que protege las instituciones más santas, evitando el desbordamiento de las pasiones brutales, conservando la tranquilidad en el seno del matrimonio y haciendo el adulterio mucho más raro de lo que sería en caso contrario»
La ‘higiene especial’ era el eufemismo administrativo empleado para referirse a una estrategia no basada en la mera represión, sino en una vigilancia activa, con empadronamiento policial de las mujeres y revisiones médicas periódicas. La prostitución «es una necesidad social, porque representa una válvula de seguridad que protege las instituciones más santas, evitando el desbordamiento de las pasiones brutales, conservando la tranquilidad en el seno del matrimonio y haciendo el adulterio mucho más raro de lo que sería en caso contrario», explicaba el inspector de Salubridad Pública Isidoro Miguel y Viguri hacia 1877, buen ejemplo de las nuevas ideas para reglar la actividad.
A principios del siglo XX, el gobierno aceptó al fin elavorar un reglamento general sobre la prostitución y sentó las bases legales para lo que Jean-Louis Guereña califica en su libro como ‘la edad de plata’ de la prostitución reglada en España, aceptando que «esta plaga» había que combatirla desde postulados realistas. Los burdeles volvieron a formar parte del paisaje natural de las ciudades a tiempo de que llegara una nueva oleada abolicionista pocedente del mundo anglosajón y muy vinculado al feminismo.
El fracaso de la guerra contra las venéreas
En España esta corriente, abanderada por Josephine Butler , tuvo graves dificultades para asentarse y llamar la atención de grandes intelectuales. Concepción Arenal, una católica de ideas liberales que no discutía el papel del hombre en la sociedad que le tocó vivir pero sí reivindicaba un papel más igualitario y respetuoso con las mujeres, se alineó durante un tiempo con estas ideas y las impulsó en el país . En su opinión, la prostitución debía ser combatida «mientras la mujer no tenga verdadera personalidad en todas las esferas, mientras sea limitada ante la razón, ignorante ante la ciencia, inhábil ante el trabajo, menor ante la ley».
Como explica Jean-Louis Guereña en ‘Detrás de la cortina. El sexo en España (1790-1950)’, «el conjunto de las grandes figuras republicanas españolas de la Restauración se adhirió oficicialmente a la Federación Abolicionistaa de Josephine Butler », pero lo hizo «sin gran entusiasmo ni verdaderas convicciones, a decir verdad, un poco como por obligación». Entre los más tempranos apoyos estuvo el de Emilio Castelar y Ripoll , uno de los presidentes de la efímera Primera República, aunque nada se tradujo en medidas concretas hasta décadas después.
Los círculos republicanos, la minoría protestante en el país y aquellas personas, indiferentemente de su ideología, desencantados con las medidas regulacionistas habrían de nutrir este movimiento.
Bajo las bases de «la igualdad del hombre y la mujer ante las leyes, la profilaxis por la terapéutica y la política sanitaria del pueblo», los republicanos suprimieron por completo en un decreto de junio de 1935 la prostitución
Frente al problema sanitario que suponían las enfermedades venéreas, la Segunda República asumió en sus leyes muchas de las tesis abolicionistas, entre ellas la derogación de los reglamentos sobre la prostitución y la negativa a aceptarla como un medio de vida posible para ningún ser humano. Un decreto de abril de 1932 inició el camino hacia la prohibición con la supresión de cualquier impuesto a la prostitución, y meses después el nuevo código penal puso énfasis en las multas de 5 a 100 pesetas a quienes cometieran la prostitución.
Bajo las bases de «la igualdad del hombre y la mujer ante las leyes, la profilaxis por la terapéutica y la política sanitaria del pueblo», los republicanos suprimieron por completo en un decreto de junio de 1935 toda forma de reglamentación oficial de la prostitución y dieron luz verde a una persecución policial que, como los intentos anteriores y los posteriores, logró pocos avances. Durante el primer franquismo , en 1941, la reglamentación de la prostitución fue reimplatada, pero hacia 1956 fue oficialmente abolida debida a las presiones internacionales y las propias del país.
Ni las medidas abolicionistas del siglo XVII, ni las de 1935, ni las de 1956 impidieron otra vez más el desarrollo de la prostitución. « Las medidas abolicionistas no acabaron con la prostitución . La clandestinidad era relativa y se pasó con el final del franquismo y la democracia a una semitolerancia, marcada por la publicidad en la prensa diaria (en vías de desaparición) o en tarjetas colocadas en los parabrisas», recuerda Jean-Louis Guereña .
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