El odio que generó Napoleón entre sus propios soldados por subestimar la fuerza de España en 1808
«Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créanme, será rápido», aseguró Bonaparte poco antes de cruzar los Pirineos y que se iniciara la Guerra de Independencia, a pesar de que muchos de sus soldados y generales le dijeron que sería una conquista más difícil de los que se pensaba

«Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar: pobre del que caiga bajo sus ruedas», aseguraba Napoleón en 1807. El 18 de octubre de ese mismo año, sus primeros soldados cruzaban el Bidasoa y entraban en España convencidos de que la conquista sería un paseo militar. Nadie imaginó entonces que 110.000 de sus temibles combatientes no volverían a Francia.
La soberbia le salió muy cara al emperador, que subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español, empeñado como estaba en dominar Europa. No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños , al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras. Napoleón nunca dudó de su plan: había conseguido engañar al primer ministro Manuel Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau y obtenido el permiso de Fernando VII para atravesar España con el pretexto de conquistar Portugal.
Sin embargo, nada más cruzar los Pirineos, sus tropas empezaron a invadir una ciudad tras otra faltando a su palabra. En marzo de 1808, el cuñado de Napoleón y jefe de su Ejército en España, el general Joaquín Murat, entró en Madrid y se apostó en Chamartín con veinticinco mil hombres . «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a 25.000 soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid» , publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.
30.000 milicianos sin experiencia
El 2 de mayo de 1808, la capital estaba ya completamente tomada y todo saltó por los aires. Daba comienzo la Guerra de Independencia . «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». El pueblo español no tardó en levantarse, convencido de que podía y debía echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.
«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, esos si lo emisarios no eran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008). «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés.
Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, que gobernaba con mano de hierro, llegó uno de los primeros críticos entre sus propias filas, el capitán Bonnefoux, que resumió así su gestión, tras pasar varios años cautivo de los británicos en la guerra de España: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Pero nadie pudo hacer entrar en razón a Napoleón, ni siquiera sus ministros, que estaban «embotados», según dijo Stendhal, en referencia a la autoridad desmedida del emperador y el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.
«No me costará ni 12.000 soldados»
«Del genio a la locura no hay tanta distancia. ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte», afirmó el coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de 1808. «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú», declaró también Maximilien Sébastien Foy, el general que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia.
Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como esta: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». En varias ocasiones expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y nuestro país, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros).
Al final, el intento de conquistar la Península se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza, igualmente, muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta (y anónima) señal de desaprobación con las decisiones de su emperador y de sus lugartenientes. Según Malye, estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».
«España destruyó mi reputación»
También lo fue para algunos de sus generales, alguno de los cuales, incluso, protagonizó algún intento de conspiración, como la «de Oporto», provocando la inmediata reacción del Napoleón, que los apartó del Ejército. El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación.
Y aunque la catástrofe final ha sido calificada como la «úlcera» de Napoleón , al emperador le costó reconocer su error hasta siete años después, cuando fue desterrado a la isla de Santa Elena tras la derrota en Waterloo. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió finalmente.
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