Barbero-cirujano: el extraño y único sanitario al que tuvo acceso la mayoría de la población durante siglos
Por sus bajos honorarios, esta figura médica ampliamente extendida hasta el siglo XVIII fue la única a la que podía recurrir la mayoría de los ciudadanos para sacarse una muela, hacerse sangrías, recomponerse un hueso roto, realizarse una cirugía, cortarse el pelo y afeitarse. Todo en uno
Desde que comenzó la pandemia del coronavirus a principios de año, nuestra mirada se ha posado, como nunca antes, en el funcionamiento de los hospitales y el enorme sacrificio que realiza el personal sanitario. Pero pocas veces nos hemos preguntado cómo fue esta labor durante siglos y con qué medios contaba la población para curarse de ciertas dolencias y accidentes. Como apuntaba Lindsay Granshaw en su libro «The Hospital In History» (Routledge, 1989), «pocas personas pondrían en duda hoy en día que el mejor sitio donde estar si uno está gravemente enfermo es el hospital. Se considera la institución más importante en atención médica, tanto para pobres como para ricos. Y, a menudo, se asume que eso siempre fue así, pero hasta hace poco la mayoría de los enfermos luchaba por no ingresar en un hospital , pues se asociaba con la pobreza y la muerte».
Por si fuera poco, cuando se asentó el sistema tripartito de la asistencia sanitaria en la Edad Media —según el cual el médico diagnosticaba la enfermedad y prescribía las medicinas, el boticario las preparaba y el cirujano aplicaba la pauta terapéutica que el primero le indicaba y realizaba las operaciones —, esta no siempre pudo actuar de manera coordinada. En primer lugar, por los altos honorarios que cobraban los médicos y, en segundo, por la ausencia de estos en los pueblos pequeños. Es decir, que la gran mayoría de la población, a excepción de las ciudades importantes, no tenía acceso a estos profesionales bien preparados en las universidades.
Es aquí donde aparece la curiosa figura del barbero-cirujano , ampliamente extendidos por toda Europa durante siglos junto con todo tipo de prácticos y sanadores. Y fue tan importante que actuó como auténtico paraguas sanitario de la mayor parte de la población. Uno de estos fue el napolitano D'Amato, que describía así su profesión en 1672: «En las localidades pequeñas y en los pueblos, se encuentra difícilmente un médico, de modo que es el barbero-cirujano quien se ocupa de todos los problemas y cura todo tipo de enfermedades».
El gremio de los barberos-cirujanos
Cuando se implantó la organización gremial en las ciudades durante el medievo, comenzaron a surgir también corporaciones de barberos-cirujanos, como la United Company , que sobrevivió en Inglaterra hasta nada menos que mediados del siglo XVIII. El problema es que bajo el nombre de cirujanos se agrupaban categorías muy dispares, desde los muy extendidos barberos y flebotomistas, que ejercían en los pueblos, hasta profesionales como Dionisio Daza Chacón , médico universitario y cirujano de los ejércitos de Carlos I .
La figura del barbero-cirujano no desapareció ni con la implantación de la cirugía en las universidades, sobre todo en las italianas, en las que empezó a gestarse una élite muy bien preparada que intentó distanciarse de estos otros curiosos practicantes de sangrías, sacamuelas y operaciones rudimentarias. En 1462, se creó en Valencia, incluso, una Escuela de Cirugía cuyos profesores eran médicos titulados en la universidad, pero las tarifas de sus miembros eran tan altas, que la mayoría de la población seguía sin poder acceder a ellos en caso de urgencia o problema grave.
Según el médico e historiador de la medicina español Luis Sánchez Granjel , autor de una centena de artículos científicos y numerosas monografías, se pueden diferenciar tres tipos de cirujanos. En primer lugar, los «cirujanos latinos», que no estaban licenciados en medicina, pero habían recibido algún curso en la universidad y podían operar e, incluso, recetar medicamentos. Estos cobraban tanto o más que los médicos. En segundo, los «cirujanos romancistas», cuya formación se había basado en acompañar, observar y ayudar al «maestro» del gremio desde los 13 o 14 años, con un contrato de aprendizaje, pero que no tenían conocimientos de latín. Y en tercero, los mencionados «barberos-cirujanos sangradores», también conocidos como «flebotomistas», que estaban ya autorizados a realizar cirugías, sacar dientes y muelas, poner ventosas y sanguijuelas y sangrar a los pacientes enfermos que así lo requerían.
Las sangrías
Esta última era una de las principales que realizaron los barberos-cirujanos a lo largo de la historia, además de cortar el pelo y sacar muelas. Para explicar este remedio, hay que referirse a la obra de Galeno, el gran médico del siglo II, que concibió la buena salud en base al flujo sanguíneo. De esta forma, se asentó la creencia de que la mayoría de las enfermedades estaban originadas por las «obstrucciones» de este flujo o por la presencia de humores venenosos. Así pues, este era el principal remedio para restablecer el equilibrio interno, y era tan habitual como hoy las aspirinas.
La forma de realizarse era sentar al paciente en un taburete de poca altura y meterle el brazo izquierdo en agua caliente para que se le ensancharan las venas. Después lo estiraba y cogía un recipiente en la otra mano para recoger la sangre, la cual se extraía mediante una incisión en una de esas venas en sentido longitudinal con una aguja en forma de gancho. En otras ocasiones preferían hacer el corte en una de las venas de la frente con el paciente cabeza abajo, después de haberle rasurado el pelo. Y existía una tercera opción más suave en la que se usaban las sanguijuelas.
Sin embargo, por lo general era una operación bastante truculenta, en la que para cicatrizar la herida se usaba un misterioso polvo elaborado por los mismos barberos-cirujanos, según varias recetas secretas transmitidas de generación en generación. Alguna de ellas ha llegado hasta nosotros, como esa compuesta, entre otros ingredientes, de piel de liebre, cuerno de ciervo quemado, polvo de estiércol de mula y sangre humana desecada y pulverizada.
Oposición
El barbero cirujano era prácticamente el único personal sanitario de la mayoría de los núcleos rurales, pero también ejercía en algunas ciudades y había, incluso, algunos al servicio exclusivo de las Cortes. Sin embargo, no siempre pudieron ejercer su profesión con total tranquilidad, como fue el caso de Francia, donde se desató una feroz oposición entre los cirujanos de la realeza, que estaban apegados a textos quirúrgicos antiguos y habían estudiado en las universidades, aunque operaban poco, y los barberos-cirujanos, a quien los primeros no consideraban buenos profesionales y les negaban el derecho a intervenir. Aún así, estos últimos realizaban muchas más intervenciones que los primeros. Hay que tener en cuenta aquí que, en cualquier caso, los límites entre los cirujanos no estaban claramente definidos.
«El desarrollo de las armas de fuego complicó enormemente el trabajo de los barberos-cirujanos. A lo largo del siglo XVII, para preparar buenos especialistas se fundaron escuelas oficiales de cirugía en los hospitales de algunas ciudades de Toscana. Pero las dificultades siguieron aumentando y, en la centuria siguiente, las monarquías, ante las acuciantes necesidades impuestas por guerras cada vez más destructivas, impulsaron la aparición de centros donde se prestaba una formación de alta calidad, principalmente práctica, que asumió las novedades médicas y que pronto supuso una durísima competencia para las facultades de Medicina», explicaban los historiadores Vicente L. Salavert y María Luz López, del CSIC-Universitat de Valencia, en un artículo de 1999 para «La Aventura de la Historia» .
Sin embargo, la formación de estos barberos-cirujanos de tipo gremial siguió distando mucho de la recibida por los médicos de las universidades. La de los primeros continuó siendo gremial y práctica junto al maestro. En Castilla, por ejemplo, durante la Edad Moderna, para obtener una licencia con la que poder ejercer, estos barberos tenían que presentar un testimonio de haber practicado, durante cuatro años, en «algún hospital donde haya un cirujano aprobado o en alguna ciudad o villa donde haya tal cirujano aprobado con testimonio del corregidor o del alcalde, el cual tenía que estar firmado por el juez». En la Corona de Aragón, por su parte, contaban con el sistema foral del medievo, según el cual los colegios de cirujanos impartían la enseñanza y la práctica profesional del «arte de la cirugía» en todo el reino, pues sus examinadores expedían los títulos.
Los cirujanos-barberos que obtenían prestigio dejaban de ser ambulantes y se establecían en un local. En las puertas de sus locales colocaban una especie de cartel con una mano levantada dibujada por la que corría la sangre. Pero como el símbolo era demasiado violento y morboso, lo acabaron sustituyendo por un poste rojo en el que se enroscaba una venda blanca. Así continuaron hasta finales del siglo XVIII en que comenzaron a desaparecer, a medida que se producía el ascenso del estatus de los cirujanos universitarios y, además, bajaban sus honorarios.
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