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4 Estaciones RestauranteUn placer, tres continentes y Vivaldi según Ara Malikian

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La pureza tiene dudosa moralidad. Lo natural es el mestizaje. Apenas hay nada puro en lo que nos rodea ni en nosotros. Si apareciera, podría matarnos en un segundo. Muchos bares, restaurantes y tabernas saben de esta norma. Lo mestizo se ha vuelto un estilo dominante, casi omnipresente gracias a cocineros viajados y curiosos. Las técnicas de allí, con salsas y condimentos de allá, aplicados a un producto de aquí. La provincia, tierra mestiza por fortuna, tradición y excelencia, tenía todos los elementos para sucumbir a esta tendencia. De Shanghai 1968 a El Campero, de La Candela y 798 Asian a El Arriate y Puerto Escondido, hay una veintena de ejemplos sobre la mezcla (multiculturalidad, dicen los finos) convertida en hallazgo y feliz artesanía.

A esa nómina, hay que apuntar ya un establecimiento con apenas cinco meses de vida pero con árbol genealógico a respetar.

Su nombre, 4 Estaciones, ya es una declaración de lealtad a la cocina de temporada, inseparable del mercado y perfectamente combinable con la heterodoxia que juega con los continentes como si echara una partida de Risk, pero con respeto por la sublime materia prima de la zona.

Este local, en pleno centro de la seductora Vejer, fue antes sede de Valvatida, exitosa casa de cocina rural de Jesús Recio y Tamara Cansino. Ahora está en manos, con este nombre y nueva filosofía, de los hermanos Alberto y Laly Reyes, empresarios locales que tienen el amplio crédito de haber convertido el hotel y restaurante Arohaz (en el cruce de Zahora hacia Los Caños de Meca) en una referencia de placer, de mesa fascinante a buen precio. Tanto, que la Guía Michelín lo incluye como novedad en la provincia en su edición 2017.

Con esos padres y tíos detrás, en ese entorno, las expectativas son altas. Las cumple y supera. Al menos en dos visitas durante los meses de mayo y junio, antes de las aglomeraciones veraniegas. Sus dos pequeñas terrazas, apoyadas en la pared, recostadas en una cuesta y una escalera, ya transmiten sosiego. Macetas de geranios y paredes blancas eluden el tópico, cobran sentido, están en casa. Coqueto y pequeño salón inferior, despojado de barra, con apenas seis mesas y con encimeras, estantes, de intencionado aire retro. Una escalera conduce a un salón superior que conserva el encanto pero tiene otra configuración, algo más minimalista y actual.

La carta es algo más amplia que en este tipo de bares con cocina cuidada o pequeños restaurantes. Tiene esa descarada personalidad ecléctica excepto en entrantes. Ahí, hacen más concesiones a la tradición pero siempre con toque propio. Muy buenas croquetas del puchero, divertido –sin descuidar calidad y originalidad– el bocata de calamares en pan de cristal con mahonesa en su tinta o las tiras de pollo empanado crujientes, y cómo. En esta parte, los niños disfrutan. Los mayores fingen que menos. Igualmente agradables las papas de nuestra huerta estilo bravas, el gazpachuelo de remolacha –servido en una hermoso jarrito– o la ensalada de langostinos. Todo a la altura de sus nombres pero con matices y para bien. Los platos de ida y vuelta, razas cruzadas, comienzan después, siempre con un acertado toque cachondo.

La hamburguesa de retinto (160 gramos), lo es de verdad. Las costillas de cerdo ibérico pelín picantonas (así las llaman) son un vicio cocinado –como los buenos pecados– a baja temperatura y sin prisa. Como el kebab de ternera de La Janda con el toque justo de curry rojo. Otro curry, pero verde, distingue las albóndigas de atún en sofrito campero. El atún marcado en teriyaki y verduritas thai está a la misma altura disfrutona.

Mención especial para otra receta que se ve por todas partes pero elaborada como en pocos sitios: la pata de pulpo a la brasa. Está acompañada, según la carta, por la piriñaca «de un gaditano que se fue a Vietnam». Ese toque exótico se lo da a la guarnición la atinada presencia de sriracha y pimienta. Me quedaron por probar el ceviche de vieiras o el rigatone en carbonara de choco, además del añadido variable fuera de la carta (barriga de atún, dumplings de morcilla crujiente contaban) o los postres. Las raciones, únicas, no son pequeñas y ya no pudo ser. La gran experiencia de lo catado deja ganas de volver a por el resto.

La carta de vinos es interesante, con homenaje a los vinos de Jerez-Sanlúcar-El Puerto y sorpresas tan agradables como el amontillado de Gutiérrez Colosía o la manzanilla Micaela pero con abanico atractico de blancos y tintos en los que, también, hay hueco provincial.

Al salir la segunda vez, y por jugar con el nombre, recordé que una de las mejores interpretaciones de la magna obra de Vivaldi que escuché nunca fue gracias a Ara Malikian. Saltaba como un rockero, los niños estaban en éxtasis, parecía demasiado informal, demasiado divertido, demasiado cóctel: un armenio loco exaltando a españolitos con una eterna obra italiana. Pero el ritmo y el sonido del intérprete eran precisos, impecables. No equivocó una nota, absoluto rigor. Sabor original exaltado por los complementos, no eclipsado. Pues eso, lo de Malikian y Vivaldi, en pequeño restaurante.

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