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La CastilleríaEl milagro de la carne y el agua

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Hay sitios a los que gusta ir para contarlo. Para decir que estuviste. Como los conciertos de Springsteen, los espectáculos de Les Luthiers. Como el Louvre y el Hermitage. Además de lo que veas y escuches, de lo que sientas y hagas. Hay que ir. Decía el torero fanfarrón que contarlo es disfrutarlo dos veces. Esos sitios, esos nombres, dan prestigio. «Sí, estuve». Cómo gusta.

Hasta que vas, crees tener una cuenta vital pendiente. Son lugares alabados con unanimidad, ensalzados por crítica, guías, estrellas y entendidos, por el insoportable ruido de internet y la gente. Son templos de comer que hay en cada lugar. La Castillería, en la pedanía de Santa Lucía, en Vejer, es uno de ellos –por constante y legítima defensa del título– en la provincia.

Y no había ido. Me mandaron. Dos veces. Y con esta que lo estoy recordando, con notas y fotos para contarlo, como si fueran tres.

La Castillería está en un lugar raro y escondido. Da igual. Como dicen los expertos en las mil reseñas de ovación que le han escrito: merece la pena el desvío. Hay que ir expresamente. Se hace querer y buscar.

El camino ya resulta experiencia. Es un detalle que sirvan un aperitivo musical por el carril de acceso. No lleguen en coche. Baja un poco antes. El camino está escoltado por pequeños molinos y como decía mi abuelo: «No hay pena que el sonido del agua no quite». Sea un mar, un arroyo, alivia y lava igual. En lo alto, Vejer con la blusa blanca, el cinturón de Corredera y dejándose ver los muslos de roca

El célebre restaurante no tiene una gran sala, ni está decorado con un moderno mobiliario: las mesas están en el patio. Mejor. Por más que cuidado, conserva un aire silvestre, con chamizos cálidos y cierto caos pulcro en alturas y superficies. Conviene reparar en la luz que se refleja en el verde que tiene rodeado el comedor. Tocaron dos días soleados de los que tantos han venido. De los que nunca tenemos bastantes. De los que gusta echar de menos.

En su cocina, metida en un cubo de cristal transparente, a los ojos de todo el que quiera mirar, exhibe con descaro la fama de ser el mejor asador de la provincia de Cádiz. Los cortes, de carne vacuna especialmente, resultan un espectáculo, disparan la saliva y la lujuria, sueltan la correa del animal que llevamos dentro los que adoramos comer bichos terrestres muertos.

Los que somos salvajes, hemos nacido en mal sitio. En esta provincia hay menos tradición depredadora. La Castillería sirve de consuelo y venganza. Nos ofrece tan extremo placer, que viene a equivaler a 20 grandes asadores que tenga cualquier otra tierra más carnívora y sanguinaria. El personal, extraña y afortunadamente, es veterano, femenino y, perdón por las redundancias, muy profesional. Es llamativo que conserve un ambiente familiar a pesar de recibir clientes de todas partes.

La mitad del numeroso público, en ambas ocasiones, era turismo (diría que europeo). Es difícil encontrar reserva, casi imposible en verano. Puede que sus entrantes o todo lo que no sea carne resulte mínimamente mejorable. Su extensa carta de vinos de diversas denominaciones ya la tienen otros.

Es la carne, estúpido. La carne. En toda su extensión. En el cuidado del origen y la selección, en el esmero en los detalles, en lo científico de la elaboración, del proceso. Es material y procedimiento, materia prima y técnica, fundidos como la grasa y el magro. Esa carne, así tratada, que sólo probé ocasionalmente en Galicia, Euskadi, Asturias o Cantabria, produce un efecto narcótico. La capacidad para licuarse y emitir un sabor sedoso, hecha crema, que llega pronto a la sangre. Como la nicotina, el alcohol. Hay un placer sucio y físico, inmediato, que sólo se alcanza cuando está elegida, conservada y trabajada con una sabiduría excepcional.

La carta es compleja. Está dividida por ovino, bovino y porcino, por edades, y hay múltiples orígenes. Hay que tener dos ciclos de Veterinaria para manejarla con soltura. Pero basta con entregarse a la jefa de sala para eludir la minúscula posibilidad de error.

Las cuatro piezas probadas en las dos visitas resultaron una experiencia tan viciosa que me declaro incapaz de ponerlas por orden de preferencia. Repetiría las cuatro, lomos altos o bajos, de castrado, rubia o palurda, de Ávila, de los campos jandeños… Lo que fuera, de dónde fuera. No es fácil llegar. No es fácil reservar. No es tan difícil pagar pero todo da igual. Hay que ir y volver. Tanto como se pueda, sin esperar a que nadie lo proponga, sin precisar excusas.

Tampoco vemos tantos milagros como para despreciar el de la carne y el agua. A la vuelta, seguían sonando los molinos.

La Castillería

Valoración
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Muy buena

  • Comida
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  • Servicio
    4/5
  • Ambiente
    4/5
Precio
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Alto

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