¿La mejor casa de comidas gallega a este lado del río Iro?
Los gallegos siempre se sintieron cómodos en Cádiz. Saben ver, bajo la careta de simpatía falsa, que compartimos humedad en el esternón y la cabeza, la misma sombra entre las cejas. El Atlántico pega y deja marcas. Parecidas allí y aquí.
Otra cosa es que ellos se desahoguen para dentro, a base de silencio parlanchín y que nosotros usemos de parapeto una charla crónica que nunca dice nada. Con mucha luz o bajo nublado, las olas son parecidas y el horizonte, uno. El viento manda. Siempre pensando en salir, siempre queriendo volver. Cada vez que estuve en Galicia (y en Portugal) me pareció que había algo familiar en el paisaje, en el cielo, hasta en la gente y los sitios. Aunque, por ser sincero, nunca supe qué.
Lo que sea tiene que estar detrás de la gran tradición de gallegos en Cádiz, especialmente en lo de alimentación y hostelería. La comparten con genoveses y, sobre todo, con vascos y cántabros pero los gallegos tienen lugar propio, de honor.
Es mucho decir que un restaurante (o bar) gallego es el mejor de su especialidad en la Bahía de Cádiz pero, la verdad, tampoco hay tantos en 30 kilómetros a la redonda. Freidores con fundador galaico sí, pero locales consagrados a las más populares recetas tradicionales de aquel córner, no tantos.
Si tiene algún riesgo decirlo es en San Fernando , sede de La Gallega, nada menos. Pero hace un par de años que le salió rival. Y a La Rambla, en la calle Sopranis de Cádiz, otra institución que tan buenos ratos ha dado. Como esto de las clasificaciones es una tontería, cada uno tiene la suya y con derecho a cambiarla siete veces por semana, podemos decir alegremente que hemos descubierto el mejor sitio gallego del orbe gaditano, es decir, a este lado del río Iro pero sin cruzar el Barbate.
Se llama Embrujo Gallego y está en la avenida Almirante León Herrero de San Fernando (en la acera frente al centro comercial Plaza, cerca del parque Almirante Laulhé).
El local es peculiar , por zonas parece más pub irlandés que restaurante. El mobiliario es raro, gracioso. No se sabe si algunas mesas, y taburetes son bajos o altos. Muy propio del tópico gallego. No es muy bonito ni puñeteira falta que le hace porque empezamos a pedir cosas y a volar figuradamente en la escoba de las meigas que están por las paredes. Navajas, el inevitable pulpo, buey de mar, hasta percebes, siempre que lo permitan temporadas y suministro fiable. Siempre asequible. Empanadas regias y recias, croquetas verité, todo entre riquísimo y sublime, todo verdad.
Pero mención cum laude para una ternera asada tan blanca y delicada, tan suave, que al dar una palmada fuerte cerca del plato se deshacía en hebras. Y una a una se ponían en fila para tirarse al plato, desde el borde, con la cadencia de las fichas de dominó, en plan nadadoras de Esther Williams. Sólo que les esperaba una exquisita salsa en vez de agua clorada. También apreciable el rotí.
Cumbre de la experiencia son las patatas fritas que acompañan. Cuando, los que íbamos, probamos una, sólo la primera, dijimos «a este sitio tenemos que volver como sea, cuando sea, por lo que sea».
Elegidas, recién cortadas y fritas en aceite mucho más limpio que la mayoría de nuestras almas. Si consideras que éste es un detalle menor, es que no sabes lo que es comer en la calle ni dónde estás de pie. Unas papas así son infrecuentes cuando no insólitas.
Ni en los restaurantes bien (porque no quieren) ni en los mal (porque no quieren o saben o pueden). Si te ponen unas patatas fritas así de bien hechas te demuestran, sin pretenderlo, que todo lo hacen bien, o lo intentan. Que todo les importa . Que nada de lo que sacan de la cocina les da igual por prisa, chapuza o descuento.
Tiene estética de casa de comidas clásica y empezó a llenarse a los tres días de abrir. No ha parado. Lógico. Nada de creatividad. Ni ganas. Hoy no toca. Tradición en vena, producto estupendo aliñado con especias como sencillez y memoria.