Cádiz, una provincia para comérsela
Aromas culinarios en pérdida
Con solo oler un guiso se produce el milagro del rejuvenecer digno de la mejor cirugía plástica y estética
¿Realmente tenemos una dieta mediterránea en la provincia de Cádiz?
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De las primeras asignaturas de la carrera de Medicina, una de las más duras era la Neuroanatomía. Ensalzarse con los recovecos de los “pares craneales” era todo un reto para los más osados, toda una osadía incluso para los más atrevidos. Son 12 nervios que salen directamente del cerebro o a nivel del tronco del encéfalo y se distribuyen por la cabeza, cuello, tórax y abdomen. Algunos de ellos son los responsables de los sentidos del olfato, el gusto, la vista y el oído. El primero de los pares, y el más antiguo de ellos desde el punto de vista filogenético, es el nervio Olfatorio. El olfato es el sentido más rudimentario que tenemos como especie animal. Mantenerlo y conservarlo nos puede dar grandes alegrías y abrirnos el baúl de los recuerdos.
¡Qué se lo digan a Marcel Proust!
No creemos que haya lectores que no guarden en su memoria olores culinarios afincados en su infancia . Recordamos, sin mucho esfuerzo, esos olores que salían de las casas a media mañana cuando nuestras madres y/o abuelas ponían a trabajar a todo trapo los peroles y ollas de donde saldrían esos grandes platos de cuchara que tanto nos gustaban. Nos embargaban de forma multicolor cuando en nuestros juegos y correrías por la barriada o el barrio, transitábamos de forma aromática muy rápida por la carta de platos que se dispondrían en poco tiempo en las mesas familiares. Había incluso un cierto reto en averiguar de dónde venía el aroma y de qué era. ¿Papas con choco o a la cachonda? ¿pescado al horno o arroz con higaditos de pollo? ¿arroz con leche o torrijas bien enmeladas? Se llamaba Miguel y siempre acertaba, la procedencia y el contenido. Su olfato era digno del mejor perfumista de guisos y fogones.
En nuestro periplo olfativo durante el juego, teníamos ya olores que tenían tintes específicos de las madres de algunos de nosotros. Incluso comentábamos y apostillábamos al hijo de la cocinera el almuerzo del día. Rápidamente surgían detractores del plato y fieles acólitos de la delicia gastronómica.
Teníamos olores en las calles que eran alucinantes. Esas grandes bases de sofritos de la huerta a fuego bajo y cuidadoso, con el chup-chup que en ocasiones se percibía de la olla próxima al ventanal de la cocina donde una madre tenía dotes superiores a una web-cam en control del medio juvenil, mientras que con vista de camaleón controlaba de forma sincrónica un par de ollas en plena ejecución. Se podría decir, que la vieja del visillo sería la progresión geriátrica de esa madre.
Pero no todos los olores eran gratificantes. En ocasiones acontecían algunos incidentes nefastos que inducían a platos de urgencia en las casas. Una charla de vecinas más prolongada de lo deseado y sin quererlo llegó el teñir del negro del carbón alguna delicia que nos agriaba la pituitaria a los que pasábamos por sus proximidades. En ocasiones, llegamos a ayudar incluso a conatos de fuego o a constatar la capacidad destructora y expansiva de una olla a presión en el fuego sin control, producto del cierre intempestivo de la puerta de la casa con las llaves de la propietaria en su interior. Los chocos con papas estampados en el techo con los destrozos del acero tenían un impacto visual superior al de más de una obra innovadora de algunos techos de alto diseño y standing. Algunos todavía conservamos en nuestra memoria ese “efecto Stendhal” a pesar de los años transcurridos. Con solo oler un guiso se produce el milagro del rejuvenecer digno de la mejor cirugía plástica y estética.
Con el paso del tiempo, esas improntas olfativas han ido decayendo, si bien no han desaparecido. En algunas ocasiones, seguimos regocijándonos con esos olores retrotraídos de la infancia. Persiste en los barrios más humildes, en ocasiones cuando pasamos por motivos laborales o bien de mero tránsito por cuestiones de tráfico. Son esas calles más estrechas o sinuosas que permiten que se agolpen mejor los olores a potajes con alto impacto sialorréico . Para algunos de nosotros a la vez nos surgen esas imágenes de la infancia, donde teníamos que encarar un toreo fino de largos capotazos a cucharas de acero con altas capacidades de transporte, con un trozo de pan de escolta en la mano. La normativa general de las familias obligaba a no comer sin ese pan, el que a primera hora nosotros mismos nos habíamos encargado de ir a comprar a la panadería cercana a casa, aquel que a primeras horas de la mañana nos entraba con su sibilino olor de horno a destajo.
Resistámonos a que desaparezca esa herencia olfativa de nuestros barrios y casas. Reforestemos nuestros aires de esos efluvios de cazuela que tanto nos gustan, por el bien de nuestras descendencias. Continuemos adiestrando nuestros bíceps con el ejercicio aeróbico que supone el manejo de nuestra cuchara de gran calado.
Sigamos disfrutando de la maestría sinfónica de la vista, paladar y olor de nuestra cocina tradicional en la mesa familiar. Franqueemos la entrada a la mediocridad de la comida rápida en soledad, que siempre huele a lo mismo o es tan inodora que no abre el apetito.
“De un arte de bien comer
Primera lección:
No has de coger la cuchara
Con el tenedor”
Antonio Machado