El verano es, de por sí, una estación muy ordinaria
El comunicador compartirá cada semana su experiencia que nos servirá de manual para saber estar y disfrutar del verano
Decía mi queridísima abuela Calixta Esperanza Rico y Mier Gómez Piernavieja y Pimentel que el verano era una estación, de por sí muy ordinaria.
Y eso que, habiéndose muerto en 1970, no tuvo la oportunidad de conocer esos elementos, ahora bastante comunes, que pueblan la geografía de turistas que, con cara de satisfacción, exhiben cuerpos desproporcionados, calzan imposibles sandalias como para cruzar el rio Jordán o para protegerse del acoso de cangrejos y fanecas bravas en las orillas de las playas norteñas, enseñando pies con flagrante ausencia de visitas al pedicuro y tocados con imposibles gorras de visera que no abandonan sus cabezas ni siquiera para dormir.
Pero por si esto no fuera poco, conservan su patrimonio en un curioso objeto llamado riñonera , que suele proteger cinturas, que ya, a buen seguro perdieron y conocieron tiempos mejores, donde guardan la documentación, tarjetas de crédito y las monedillas sueltas, como aquellas que llenaban el sombrero del abuelo de unos primos míos, bodeguero de fado y ejemplo de caballerosidad, y del cual sacaba puñados de estas a la salida de la Iglesia, donde eran bautizados sus nietos, para gozo de curiosos a la puerta del templo y para felicidad de los más pequeños, ante la lluvia de rubias que se les venía encima.
De ese regalo tan peculiar, al puro estilo Haile Selassie , se ocupaba también el mecánico del prócer, cuyo nombre nunca supe, pero al que habían rebautizado con el nombre de Aladino, seguramente como un capricho de la elegante abuela de mis primos.
Volviendo a mi abuela, la cual antes de elegir a un mecánico lo sentaba en su puesto de conductor y examinaba su cuello, porque decía que pasaba muchas horas teniéndolo delante, y no era cosa de pasar mal rato, contemplando lo que no quería.
De vivir ahora seguiría tomando el té con su amiga Porfiria, a la que, cuando le hablaban de las aventuras de su marido, con una gran serenidad, seriedad y dignidad se llevaba la mano a sus perlas y con voz y gesto displicente, musitaba aquello de «capillitas, capillitas,…la catedral soy yo».
En mis próximas entregas comentaré como se debe de comportar uno cuando es invitado a una lancha ó a un barco, que evidentemente no es lo mismo, lo que hay que llevar y lo que hay que evitar, lo que se puede hacer, regalar y de lo que está permitido hablar, siempre teniendo en cuenta que el exceso de confianza, en algunos casos, puede incluso producir mucho asco.
Como mis lectores comprenderán, yo evito todo contacto con el mundo riñonera, el mundo barbacoa y mucho menos todo lo que significa una roulote, una caravana ó una autocaravana.
Ni es mi mundo, ni de eso sé casi nada. Desde mi independencia respeto casi todo, comparto lo que me da la gana y elijo lo que me apetece.
¡Hablaré del verano!