Josemi Rodríguez-Sieiro - Lo que me apetece
Los funerales empiezan con respeto y terminan en un absoluto caos
Son reuniones sociales como cualquier otra, pero en clave tristeza
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Estamos en tiempo de funerales. Los que se tuvieron que aplazar a causa de la pandemia y los que por idéntico motivo no se celebraron por las medidas.
Son reuniones sociales como cualquier otra, pero en clave tristeza. La diferencia con cócteles es que en estos no se usan mascarillas, porque no se puede beber y comer con la cara tapada. En ambos casos los abrazos se han impuesto, como una necesidad de transmitir cariño, amistad, pesar, alegría, en definitiva calor humano, del que hemos estado tan faltos.
Los funerales empiezan con el orden y el respeto que merece el acto en sí y terminan en un absoluto caos y en un desorden sin control. Los asistentes confluyen ante los deudos por, al menos, las tres filas que llevan hasta ellos y algunos lo hacen en sentido contrario, intentando alcanzar a algún miembro de la familia en concreto, como si fuese una pieza soñada con descuento en un día de rebajas de unos grandes almacenes. Ese es un momento en el que se producen algún que otro empujón, cuando no un pisotón o un «déjame por favor pasar que tengo una cena».
Es curioso porque a la mayoría les entra una especie de prisa incontrolable por marcharse,…aunque luego se queden en la puerta de la Iglesia hablando de lo divino y de lo humano.
Habría que evitar que, en el momento de expresar el pésame, se hiciera una glosa de la persona muerta, se le recordase a su familia los años de amistad que les unen o simplemente que se conocieron en Calatayud o en Papeete hace treinta años, ante el asombro contenido de una familia que desconocía que su familiar hubiese estado en esos lugares.
Antiguamente se recibía en las casas los pésames y la familia permanecía un mes de duelo atendiendo a las visitas. Generalmente no se ofrecía nada y nadie pedía ni un vaso de agua. Después se pasó a todo lo contrario, donde la gente degustaba sándwiches, medias noches y canapés con la consiguiente bebida. En muchas ocasiones la gente se iba a sus casas habiendo cenado.
Hoy todo eso ha cambiado, porque los tanatorios han quitado ese problema de un plumazo. Todavía recuerdo cuando se acudía a una casa de una misa por un difunto y el servicio había desmantelado la decoración liberando objetos de plata, porcelanas y pequeños objetos, porque los distraídos se los habían llevado sin darse cuenta o dándose, pero justificando su conducta como un recuerdo del amigo o amiga que se ha ido de este mundo. Los abrigos eran también unas piezas susceptibles de ser cambiadas, por decirlo de alguna manera. Señoras que se dejaban un abrigo de Agneau rasé o de garras y lo ‘sustituían’por un Swakara o por una chinchilla. Los abrigos azules con cuello de terciopelo también eran piezas muy apreciadas entre el género masculino.
En países como Suiza, los asistentes a un funeral han sido previamente invitados, porque las esquelas solo comunican el fallecimiento. La familia, después del oficio religioso, convoca a sus amistades, en un hotel para tomar una copa de champán, donde con la viuda y los hijos al frente, reciben las condolencias, sin ofrecer nada de comida. La viuda suele recibir con la pena sobre su cabeza y el velo sobre la cara y por supuesto de luto riguroso y sin quitarse los guantes. Es un acto bastante elegante, que dura apenas una hora y al que todos acuden vestidos con la sobriedad requerida.