Josemi Rodríguez-Sieiro - Lo que me apetece
Cómo comportarse en un barco
Saber que no se puede llegar al punto de atraque con una enorme bolsa para pasar unas horas, usar calcetines ellos y zapatos de tacón de aguja ellas
Se puede decir que ya he tomado posesión de mi veraneo. Cuando se llega al primer lugar de destino es de muy mal gusto preguntar hasta cuándo se va uno a quedar o lo que es peor, directamente cuándo piensa uno irse. Estos dos casos esconden una trampa que utilizan algunos listillos para invitar a los recién llegados, no asiduos, en una fecha posterior a su marcha, con motivo de una conmemoración, con lo cual se aseguran el quedar divinamente con el menor esfuerzo y recibir el consiguiente regalo.
Es una práctica habitual en una nueva sociedad, que ahora se abre camino viviendo en casas minimalistas, que hablan por sí solas de un inexistente pasado, del que creen un brillante presente y de un incierto futuro.
A estos hay que explicarles que, cuando les invitan a un barco, lo primero que tienen que hacer es distinguir que es una lancha y que es un barco. Saber que no se puede llegar al punto de atraque con una enorme bolsa para pasar unas horas, usar calcetines ellos y zapatos de tacón de aguja ellas. Y lo peor es pretender epatar con una toalla, por muy buena marca que lleve estampada, porque no saben que los barcos las tienen bordadas a disposición de los invitados.
Importante es saber que no se va uno a marear y, ante la duda, pasar por una farmacia o declinar la asistencia. Me viene a la memoria la escena de un representante extranjero llegando al pantalán de un puerto, con una temperatura de 35 grados y blazer azul marino, acompañado de una elegante y noble señora y explicando al propietario del barco, recién estrenado, que no sabía lo que pasaría, «porque su abuelita le había recomendado que no navegase nunca por su propensión al mareo». El silencio del anfitrión, consciente de lo que podía ocurrirle a su nueva y blanca embarcación, fue determinante para que aquel desalmado no pusiese los pies en el interior, por más que se levantase un mar de fondo infernal, como así fue y su figura, su blazer, y todo él fuese pasto de la furia mediterránea hasta la entrada de aquel puerto del que nunca debió haber partido. Desde entonces admiro profundamente a la duquesa, que no se separó de su lado, sin duda por amistad, porque era su anfitriona y porque a buen seguro y a falta de peluquera para la cena de esa noche, se liberaría de él.
Al dueño de un barco no se le debe hablar de otro barco por mayor que sea, por bonito que sea y mucho menos por la impecable tripulación que lleve. Tampoco hay que sorprenderse si la consorte del armador decide darse un baño, y desde la plataforma se despoja de su pareo y se tira al agua completamente desnuda. Lo mejor es no inmutarse, ni contestar las explicaciones de su cónyuge sobre las aficiones o costumbres de la peculiar consorte y con suerte.
En mis años de juventud mi padre me regaló una lancha. Un amigo mío me pidió en las islas Cíes que lo sacase a hacer esquí. Cuando vi que estaba desnudo, decidí destrozarlo, ante la mirada de los que estaban en la playa, consiguiendo que no fuera capaz de mantenerse ni un par de metros sobre el agua. Se lo mereció por descarado.
Si la invitación es para pasar un día a bordo, el orden es fundamental en el camarote asignado. No dar la lata pidiendo cosas imposibles es básico, porque de lo contrario estaría mas que justificado que no se vuelva a recibir una invitación. Impensable es intentar colar a alguien, aunque sea una hija que quiera seducir al vástago del anfitrión.
Y si el barco es de una adinerada señora, que no sabe nadar y que podía haber sido la imagen viviente de Botero, no debe imitarla bañándose con un neumático de coche a modo de flotador, como hacía ella, evitando que el agua tocase su rubia cabeza.
En su día, fue un espectáculo más en aguas de Ibiza y Formentera. Y yo un afortunado y admirado testigo de tanto… Despropósito.
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