Josemi Rodríguez-Sieiro - Lo que me apetece
Cómo ha cambiado la Navidad
Los políticos se afanan por iluminar las calles de una manera exagerada e incluso algunos regalan los oídos a los viandantes con villancicos que machaconamente suenan sin parar

En casa de mis abuelos servían como postre sopa de almendra
Ya llegó la Navidad. Tiempo de recuerdos, de evocaciones y de celebraciones. Con el paso de los años las cosas han ido cambiando y las circunstancias y modas también.
Los políticos se afanan por iluminar las calles de una manera exagerada e incluso algunos regalan los oídos a los viandantes con villancicos que machaconamente suenan sin parar.
La pandemia intenta desesperadamente anular las cenas de empresa, algo que no he entendido nunca, en un mundo de zancadillas, envidias y hasta odios, pero que ese momento la comida y la bebida parecen olvidar.
Se dice que la Nochebuena o Noche de Paz, en algunos casos se convierte en noche de bronca y de discusión e incluso con intervenciones de la autoridad pertinente para calmar ánimos exaltados. El clima político no contribuye, especialmente en estos momentos a apaciguar nada. Yo diría que hay que hacer un ejercicio de diplomacia e inspirarse en la falsedad de Judas, copiando a la ministra que ha ido a Roma a departir cuarenta y cinco minutos con el Santo Padre. Esas fueron formas, y lo demás tonterías.
Cuando yo era niño en casa de mis abuelos servían como postre en Nochebuena y Navidad una sopa de almendra que había que tomar, sí o sí, porque era el único plato que provocaba el que mi abuela queridísima entrase en la cocina para hacerlo, dos días antes, cada año. Un acontecimiento y un sacrificio tomarla, después de los aperitivos, el besugo, el faisán o el pavo y los postres.
Y llegaba la inevitable visita de Eduardito, que vivía en Londres, oriundo de la Sierra de Cameros, sobrino de nuestra tía Candelas, empedernida jugadora de ‘bridge’, siempre recordando a su abuelo que de vender telas con un burro, llego a fundar un banco. Al tal Eduardito, muy cursi, le ponían, mientras los demás tomaban café, una mesa auxiliar con un plato de sopa de almendra, que se tomaba con evidente esfuerzo y grandes elogios hacia mi abuela, que nunca notó el esfuerzo que hacía, mientras los demás lo observaban y tomaban las chocolatinas que había llevado desde Inglaterra. Esa situación hoy no se daría. El Eduardito de turno ya no existe, la sopa de almendra resulta demasiado pesada como postre y las chocolatinas inglesas abarrotan las estanterías de los supermercados. Incluso el personaje de nuestra tía Candelas resultaría irrepetible hoy con aquella cantinela tan suya, cuando le preguntaban por si era amiga de tal o cual persona y contestaba aquello de «no, no la frecuento, no, no es guapa ni elegante, no es rica, es inculta rematadamente tonta». Y con esta sentencia se quedaba tan tranquila, aspirando el humo de su cigarrillo Kent, con cierto aire embriagador, como la letra de la canción.
La Misa de Gallo no existía para nosotros. Mi bisabuelo se murió a la salida de una iglesia de Valladolid, víctima de una pulmonía, por lo cual nadie osó correr más riesgos y optar por la prudencia de no asistir esa noche a la iglesia, para evitar riesgos innecesarios. Mi abuelo murió una Nochebuena. Desde aquella fecha se suprimió esa celebración en nuestra casa. A partir de entonces, mis padres y yo las hemos pasado en diferentes ciudades del mundo, solos, con amigos o con familia.
Ahora soy un invitado, adosado y acogido, por unos amigos con los que me encuentro muy agradable y muy cómodo.