Josemi Rodríguez-Sieiro - Lo que me apetece
Los caraduras del verano
Pasmosa habilidad la suya para conseguir ser recibidos en casa ajena
Para unos el verano está a punto de terminar. Para otros es simplemente un cambio de aires y de residencia. Son los que parten el descanso y cambian el mar por el campo. Para la mayoría es el retorno a su lugar de residencia.
La pandemia ha cambiado la vida de muchas personas. Los que viajaban diez o doce días y pasaban tres o cuatro vagando por aeropuertos, haciendo reclamaciones de vuelos retrasados, equipajes perdidos y largas colas para conseguir un taxi a la llegada a su destino han desaparecido, en gran medida. Muchos hoteles no han abierto y algunos se han visto invadidos por una horrorosa clase de turismo que acude en masa a los desayunos, con la idea de abastecer estómago y bolsas con provisiones para la hora de la comida, porque la playa abre mucho el apetito. Son los estragos propios de una situación verdaderamente calamitosa.
Como desafortunado es el comportamiento de ciertas personas que se sientan en los chiringuitos de playa para comer algo, sin camiseta, pidiendo con un exagerado tono de voz el menú, rematando con un «que no falte de nada», y respondiendo a las palabras de un congénere que al pasar pronuncia un desafortunado «que aproveche» y se vea contestado con un «si gustan», algo muy arriesgado y que merecería contemplar como su plato sea compartido con uno de su misma condición, que al terminar, haciéndose el gracioso, lo rematase con una carcajada, acompañada de la frase, «antes reventar que sobre, majete».
Dentro de los veraneantes de nueva aparición o de última hora están los que se han planteado su veraneo por los diferentes sitios donde lo hacen sus amigos. Pasmosa habilidad la de ellos por conseguir ser recibidos en casa ajena. Para ello han desplegado un aire cosmopolita, una simpatía arrolladora, una constante alabanza del buen gusto, la generosidad, la categoría y la clase de los anfitriones, aunque después critiquen la mala calidad de las toallas de la casa, el deficiente planchado de su ropa o el mal carácter de uno del servicio. Estos especímenes no tienen un solo detalle con sus anfitriones, se olvidan de dejar una propina al personal de servicio y, si pueden se llevan un libro prestado, aunque sea un ejemplar de una edición antigua, que nunca pensarán en devolver. Algunos incluso quieren dejar su impronta e intentar poner a sus anfitriones en un lugar violento, bien pidiendo una copa de licor de alcachofa, que no han probado jamás, pero del que han oído hablar, hasta intentar cambiar un par de muebles de sitio.
Hay que, al menos, admirar su facilidad para no reservar un hotel, ni pagar la factura de un restaurante. Están convencidos de que su presencia en una casa ajena vale su peso en oro y eso debería ser suficiente para justificarlo todo.
Siempre se irán convencidos del buen papel que han hecho durante su estancia, lamentando que sus amigos no les hayan prolongado la misma unos días más.
De buena gana hubieran sido más felices y hubieran rematado el veraneo, porque lo de llegar a Madrid, «antes de finalizar la primera semana de septiembre no es de buen tono». En ese caso no atenderán el teléfono y las contraventanas permanecerán un tiempo entornadas hasta que la primera semana del mes haya pasado.
Esta es una raza a extinguir, porque ahora si esto le sucediera a un anfitrión joven, los descarados, los gorrones, los caraduras y los cutres en definitiva, no tendrían cabida.