La palabra que supo jugar en el tablero del miedo
Ramón Pinna, autor del libro «Respira, papá», escribe aquí sobre el momento en el que recibieron la noticia de que su hija venía al mundo con síndrome de Down
Es justo cuando escuchas la noticia. Y no es solamente un duelo, es mucho más. Es un desgarro en el alma que ni esperas, ni mereces. Es el adiós en segundos a una hija a la que no conocerás, y es empezar a esperar de nuevo sin saber muy bien ni qué, ni cómo… ni -sobre todo- por qué.
Qué importante, entonces, que te hablen, que te miren y te ofrezcan abiertas las manos . Qué importante su tiempo, y tú tiempo en su tiempo. Qué importante que te inviten a seguir caminando por más que haya crecido la maleza. Y qué importante que en la primera frase del primer momento, tenga su espacio la palabra que siempre supo jugar en el tablero del miedo.
Primero fue Joaquín, el doctor Montalvo, en una sala clara del Hospital Clínico San Carlos, una mañana helada del enero de hace unos años. Detuvo su tiempo para adentrarse en el nuestro, y en el silencio intenso que ocupaba nuestras mentes y aturdía nuestros oídos.
Se aproximó despacio para traernos de vuelta desde los lugares más remotos e imposibles de nuestros pensamientos: «Papás, vuestra hija tiene una patología grave de corazón. Podremos operarla y será una niña feliz… tenéis que confiar».
Después llegó el segundo adiós. La segunda cardiopatía grave e incompatible con la vida, y la trisomía del 21. El síndrome de Down .
Fue entonces el tiempo de Enrique, el tiempo del doctor Enrique Maroto, ángel de la guarda de profesión, cardiólogo pediátrico a tiempo completo en La Maternidad de O´Donell y custodio de la esperanza para miles y miles de bebés dispuestos a llegar al mundo con el corazón partido. Roto.
«Papás, tenéis que saber que la cardiopatía que trae vuestra hija es doble y su pronóstico muy delicado… y además está el síndrome de Down… Hasta que nazca, estará muy bien pero después tendremos que operarla y será la primera vez que hagamos esta cirugía. Hay una cosa buena en su corazón de veinte semanas… trae una buena vena pulmonar y eso nos tiene que dar esperanzas».
Enrique nos cogió entonces de la mano a los tres y ya no nos soltó. A nuestro lado antes del nacimiento, al ir apagándose nuestra hija, en la antesala de los quirófanos y después en la UCI… y siempre hasta hoy cada vez que hemos necesitado volver a creer.
Y Virginia, y Elena, y Pilar, y Balbina, y Nuria, y Teresa, y Marta, y Juan Miguel… cardiólogas, ginecólogas, auxiliares, matronas, enfermeras, pediatras, intensivistas, cirujanos, genetistas, etc… con ellos, casi siempre fue la esperanza antes que la medicina para entregarnos juntos, por la posibilidad más hermosa y muchas veces menos fácil.
Y siempre por la vida. Por momentos solo a un paso de la muerte.
La vida no es fácil, pero no lo es para nadie. Nuestra hija vive porque la esperanza aterrizó a nuestro lado vestida de bata blanca y con fonendo, prometiendo que no habría preguntas sin respuesta, ni llanto sin consuelo.
Y aterrizó al lado del miedo, que había llegado un rato antes… porque el miedo llega siempre, puntual e inoportuno, insoportable.
La Esperanza no.
A la Esperanza hay que meterla como quepa, forzando las costuras si es preciso o irracionalmente si no queda más remedio, porque con ella, callada y en el asiento de atrás, viene la Verdad que te espera al final de una historia que todavía no conoces.
La Esperanza es la hermana ingenua de la razón, incapaz por eso de entender lo imposible. Tímida y frágil cuando llega, poderosa cuando empieza la partida.
Y es la única que sabe jugar en el tablero del miedo.
La historia de nuestra hija es la de una verdad que empezó con las palabras lentas, las miradas serenas y el tiempo de aquellos hombres buenos.
Y por eso os la cuento así.
Ramón Pinna es escritor, autor de «Respira, papá» , y presidente de la Fundación Achalay
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