«La infancia en una residencia ha sido terrible, y punto»

Natalia ha estado desde los 11 hasta los 18 años bajo la tutela de la Administración

Carlota Fominaya

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El tono monocorde de esta chica de 21 años, estudiante de Criminología en la Universidad de Alcalá, solo se rompe al hablar de sus dos perros, que le dan la vida ahora mismo. Una vida de la que no recuerda momentos felices. «He sido feliz en momentos cortos, cuando iba al pueblo con mis abuelos, en Semana Santa, y mi abuelo me vestía de Nazareono era feliz. Jugando al baloncesto también, pero bajo todo eso siempre estaba la violencia de mi padre contra mi madre, y con los años, la de mi madre contra mi hermana y yo. Feliz como tal no, ¿pedacitos de felicidad? Puede». « La infancia en un centro de menores ha sido terrible, y punto, porque no hay otra palabra . Bueno sí, hay otras palabras», resume Natalia.

Hasta allí llegó con 11 años ella y 9 su hermana. Justo en el momento en sus padres, ambos abogados, se separaron. Pero la pesadilla comenzó nada más nacer ella. «Mi madre entonces comenzó a sufrir violencia de género, pero cuando denunció a mi padre, entró en depresión. No encontraba ninguna medicación que le fuera bien, y pasó mucho tiempo en la cama. Le costaba hacer las cosas de casa, trabajar... y tiré yo de la situación». La mujer tuvo dos años buenos, recuerda Natalia, pero sobre 2012 empieza sentirse «liberada y comienza a salir como una chica de 18 años a la que nadie le pone límites. Empieza a beber, a consumir drogas, a no volver a casa a dormir y, en definitiva, a juntarse con gente que no le beneficiaba en nada».

Hasta entonces las había cuidado, las había llevado al colegio... Pero el alcohol la llevó a ser violenta con las niñas. «Estábamos desatendidas totalmente, no hacía ninguna labor, no iba a la compra, estábamos solas menos cuando yo iba a los bares a buscarla y traerla. En esa época yo estaba en tercero de la ESO, y hubo una noche en la que no pude más. Tenía un examen. No pude estudiar y le comenté que necesitaba más tiempo. Desde el colegio se pusieron en contacto con Servicios Sociales y estos conmigo». Paralelamente la madre también denunció a las niñas. «Creo que no era consciente de la realidad que había. Decía que la maltratamos, y que la queríamos matar, que la habíamos amenazado con un cuchillo y que no la dejábamos entrar en casa...».

En 2013, un día Natalia no pudo entrar en casa a la vuelta del colegio porque su madre le había quitado las llaves el día anterior. «La llamé para que me abriera y llegó bebida. Llamó a la Policía diciendo que la había amenazado de muerte. Los agentes, viendo la situación en al que estaba mi madre, valoró que nos tenía que sacar de allí. Se vio que no había posibilidad de que la familia extensa (padres y tíos) se hicieran cargo de nosotras, y acabamos en el centro de menores de Hortaleza de primera acogida».

El centro de menores

Allí llegaron ese mismo día, con lo puesto. «Nos hicieron una foto, nos quitaron todas nuestras pertenencias, y nos dieron el mismo chándal que llevaban el resto de menores. De allí no salimos a ningún lado en 15 días, se entiende que por protección. Estuvimos cerca de dos meses, y salimos a un centro tutelado a las afueras de Madrid, del que ya no salí hasta que cumplí los 18 años».

La vida allí, repite, «ha sido terrible». Estuvo en una unidad de Psicología del Hospital Gregorio Marañón porque ella con 15 años entró en depresión. La medicaron, pero con las pastillas no mejoraba, por lo que decidieron que recibiría ayuda psicológica. «Lo que necesitaba era hablar de cómo me sentía, no tomar una pastilla. Con la psicóloga mejoré mucho y al cabo de año y medio, dos años, me quitaron la medicación».

A pesar de todo, los estudios los ha tenido muy presentes. Tanto que en su colegio quisieron becarla, «pero en el centro no me dejaron optar, para que no fuera la única beneficiada. También me instaron a dejar el baloncesto, y a que no fuera a Madrid a ver a mis amigos. Al final, lo dejé todo, el deporte, los colegas... no podía luchar contra tantos elementos».

En este tipo de centros, rememora, «el mismo día que cumples 18 años te ponen las cajas en la calle. Me buscaron otro centro al que poder salir, uno para mujeres víctimas de violencia de género, llevado por monjas pero supervisado por la Comunidad de Madrid. Allí lo pasé muy mal, y decidí volver al piso con mi madre».

La convivencia, reconoce, «es muy, muy difícil». «Hay un desinterés completo por parte de mi madre. Ella ha dejado de luchar por la vida, es como vivir con una planta. Sentir que tu madre está en esa tesitura no es agradable. Somos compañeras de piso, nos saludamos y nos despedimos por educación, alguna vez nos sentamos a hablar, pero todo muy superficial».

«¿Que cómo me veo de mayor? Creo que voy a acabar un poco tarada, pero estoy acostumbrada a vivir cosas complicadas de verdad. Siempre estoy pensando qué va a ser lo siguiente. ¿Que si me veo formando una familia? Sí, pero con niños no, no me apetece, la verdad. Tengo dos perros que me dan la vida. Muchas gracias por todo, por querer dar visibilidad a estos temas».

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