La historia de mi verano

El tropiezo de cuatro madrileños perdidos en los bajos fondos de la dictadura birmana

Nada resulta común en una ciudad anclada en los años ochenta, con las aceras resquebrajadas por la naturaleza incontrolada del lugar y el abandono, con los viejos edificios coloniales rodeados por cientos de cables de luz al descubierto, y con las ratas realizando incursiones por las aceras sin disimulo alguno

El tropiezo de cuatro madrileños perdidos en los bajos fondos de la dictadura birmana ABC

César CErvera

Rodeados de poco más que chabolas en una zona que se presumía todavía dentro de Rangún –la ciudad más importante de Myanmar (Birmania) –, cuatro españoles bajamos de un taxi destartalado, impregnado de ese aire soviético que tenían entonces todos los automóviles del país, para descubrir que era casi imposible que estuviéramos en nuestro auténtico destino. Tres días antes, todavía en Tailandia, el camarero de nuestro hotel de Pattaya nos reveló que era de Birmania, al saber de nuestra intención de viajar a aquel país, pero que se había tenido que marchar huyendo de la pobreza. Mi tío se ofreció a visitar a sus familiares y contarles que su hijo había encontrado trabajo en Tailandia y estaba bien. El hombre, del que nunca volveríamos a saber nada, garabateó en birmano la dirección de su familia en una servilleta y nos dio las gracias por todo. Con solo echar un vistazo, esa misma servilleta había servido a un taxista birmano para comprender sin dificultad a dónde queríamos ir , pero, una vez allí, los despistados españoles ya no estábamos tan seguros de que fuera el lugar correcto. Ni por asomo.

En 2005, mi tío Óscar me invitó a mi primer gran viaje fuera de Europa. Para un chico de 16 años aquel país exótico y precintado en el tiempo por una dictadura de tintes comunistas sonaba a gran aventura. Con el apoyo de China , Myanmar seguía férreamente aislada y se intuía –como se sigue haciendo– que es en potencia una Yugoslavia del sudeste asiático, por las numerosas realidades étnicas que los militares se afanan en ocultar. «Vamos a visitar uno de los culos del mundo», repetía impaciente mi padre cuando esperábamos en Tailandia a que la Embajada de Myanmar nos concediera los visados. Mi padre, mi tío y yo íbamos a viajar en pocos días a la que hasta ese año había sido la capital del país, Rangún –sustituida por la gris Naipyidó en una demencial decisión de la Junta con el objeto de protegerse de un posible ataque extranjero–, para desde allí dirigirnos a las entrañas del país.

Nada resulta común en una ciudad anclada en los años ochenta, con las aceras resquebrajadas por la naturaleza incontrolada del lugar y el abandono económico, con los viejos edificios coloniales rodeados por cientos de cables de luz al descubierto, y con las ratas realizando incursiones por las aceras sin disimulo alguno. Y aunque nos topamos con muchos occidentales durante el viaje, entre ellos un puñado de españoles , en vista de la polvoreda de vendedores, niños pedigüeños y cambistas ilegales que levantábamos a nuestro paso, nosotros tampoco les resultábamos nada comunes. Una vez explorado nuestra hotel, el Thamada Hotel , ubicado junto al que era el único cine de la ciudad (la película que promocionaban en ese momento era el petardazo de acción « xXx2: Estado de emergencia »), y sus barrios cercanos, nos decidimos a visitar a la familia del inmigrante junto a otro español, Adolfo, hoy fallecido, que conocimos en el avión desde Bangkok .

De entre los taxistas que esperaban con pasmosa tranquilidad a la puerta del hotel a algún turista, acertamos a elegir al único que parecía comprender cuál era nuestro destino. De hecho, no necesitó echarle más que un vistazo a la servilleta para asentir y meternos a trompicones en el coche. Tras alejarnos de las calles más emblemáticas e internarnos en una zona de chabolas idénticas, para lo cual fue necesario cruzar varios arroyos de aguas empantanadas, el taxista detuvo el coche y señaló una de las viviendas: «Here (allí)», afirmó sin mostrar ninguna duda.

En medio de esa maraña de chabolas situadas en ordenadas hileras sin ningún tipo de distintivo en la puerta –posiblemente algún tipo de vivienda pública–, los cuatros coincidimos en que era imposible que ese hombre estuviera tan seguro de que fuera allí y no dos, tres o diez… puertas más adelante. Frente a nuestras dudas, el taxista se limitó a cabecear repetidas veces en dirección a la puerta mostrando, de propina, una sonrisa fingida que dejaba entrever sus dientes completamente rojos (la mayoría de los birmanos los tienes así por masticar a todas horas betel , una mezcla de tabaco y otras sustancias estimulantes). O allí o nada.

Mientras decidíamos si lo mejor sería regresar al hotel de una vez, los vecinos empezaron a salir de sus casas para conocer quiénes eran esos extraños occidentales, que, siguiendo la costumbre española, hablaban a voz alzada, y qué es lo que habían ido a buscar allí. Sin tiempo para reaccionar, los inquilinos de la chabola que había señalado el taxista también se asomaron a su entrada para conocer el origen de lo que ya era un revuelo. Decidimos explicarles la situación a la pareja, un hombre y una mujer de cerca de 50 años, que, pese a su escaso conocimiento del inglés, comprendieron que se trataba de noticias sobre su hijo. Parecía que el taxista de los dientes rojos tenía razón, esa familia tenía un hijo viviendo fuera .

Les entregamos como obsequio un par de cajas de bombones que compramos en Tailandia y entramos a su pequeño salón, o al menos lo que era la habitación más grande de la humilde casa. Frente a la simpatía del matrimonio, que nos ofreció té y unos refrescos locales que aceptamos por no ofenderlos, una mujer anciana que aguardaba en la penumbra dentro de la casa clavó su mirada en nosotros, desde que entramos por la puerta hasta el instante en que la abandonamos, y no dejó de ladrar en birmano –al menos así me lo pareció a mí– mientras negaba una y otra vez con la cabeza. «Parece que no la hemos caído muy bien», apuntó mi padre sin perder en ningún momento de vista el bastón que la anciana batía haciendo formas en el aire. Puede que estuviera simplemente loca, o que comprendiera antes que nadie el problema.

Cuando explicamos a la pareja que su hijo estaba bien y tenía un buen trabajo, aunque más bien eso era una mentira piadosa, ella se emocionó y tuvo que contenerse para no llorar. La escena propia del programa más pastelero de Mediaset se interrumpió abruptamente cuando el hombre, orgulloso de su hijo, sacó el álbum de sus viajes. Su hijo, de unos 30 años, aparecía acompañado en la mayoría de las fotos de un varón occidental, demasiado pegado para ser un mero amigo, en los lugares más emblemáticos de Atlanta y otros puntos de la geografía de EE.UU. «Joe, pues sí que ha viajado este hombre antes de parar en Tailandia», comentó Adolfo, que no había conocido al chico en Pattaya, sin reparar en nuestras rostros confusos. Ese hombre que había hecho las américas no se parecía en nada al que nosotros habíamos conocido en el país vecino. Aún así –dijimos para nuestros adentros– puede que esa familia tuvieran más hijos en el extranjero o que más adelante aparecieran fotografías de otros hermanos en el álbum. Nada más lejos de la realidad: la interminable galería de fotografías no mostraban nada más que al birmano presumiblemente más yanqui del país disfrutando de la vida del Estados Unidos más hortera y recalcitrante . Mi tío Óscar comentó en alto lo que los tres estábamos pensando y que quizás la abuela había advertido desde el principio: «Está no es la casa, ni es su familia. Ya os lo digo yo».

Después de ver en detalle el álbum, la situación se tornó excesivamente incómoda. ¿Qué pintábamos en aquel lugar viendo fotos de ese individuo? La abuela tenía razón, si es que era eso lo que decía: debíamos marcharnos . Tras despedirnos apresuradamente, regresamos junto al taxi no sin cierto alivio por escapar de una escena tan disparatada, donde la madre empezó a llorar ya sin contención por lo emocionante de que un grupo de amigos americanos de su hijo hubieran acudido a visitarlos. Para empezar, de haber sido ese el caso, lo más probable hubiera sido esperar a un grupo de cowboys enfundados en varias capas de cuero. No quisimos ser nosotros quienes fastidiaran la farsa, sobre todo a la vista de las pocas noticias que el yanqui birmano parecía dignarse a enviar, y nos despedimos prometiendo a la familia que le mandaríamos saludos a su hijo.

A la salida de la vivienda, una mujer con un rostro familiar, muy parecido al camarero tailandés, se asomó a la ventana de la chabola de al lado. ¡ Ese maldito taxista de dientes rojos se había equivocado ! Puede que fuera ella la familiar que buscábamos, como mi padre ha repetido durante años, o no, pero lo cierto es que ese día no nos quedaban ya más bombones ni ganas de ver a más cowboys.

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