70 años de una revolución histórica
El bikini: de enemigo a rey de las playas
Una prenda tan «provocadora» no tuvo un comienzo sencillo en el mundo de la moda; y menos en España, donde la censura seguía midiendo el largo de la falda
Remontémonos a los comienzos del bikini: año 1946, el revolucionario diseñador francés Louis Rèard quiere enseñar al mundo esa prenda de baño tan minúscula que deja al descubierto la anatomía de la mujer.
Pero Europa no estaba preparada. Escándalo. El modisto no fue capaz de encontrar una sola modelo que quisiera desfilar con el novedoso y, por entonces, inconcebible atuendo. Así que fue una «stripper» del Casino de París, Micheline Barnardini, la que lo lució por primera vez, y también de la que surgió el nombre. A principios del verano del 46, Estados Unidos había hecho una nueva prueba de la bomba atómica en un atolón del Pacífico llamado Bikini. Ella, al probarse el modelo, comentó a Rèard: «Esto va a ser más explosivo que la bomba de Bikini».
En esos principios de los años 50, en Europa, el bañador estaba disfrutando de su edad dorada, pues actrices como Esther Williams, Grace Kelly o Gina Lollobrigida posaban ya con total naturalidad con ellos.
En España estábamos por aquel entonces intentando imitar los gustos del resto de las europeas: ser delgadas, atléticas, ir a la playa y estar morenas. Los boleros, como el «Bésame mucho» de Lucho Gatica (1953), y las zarzuelas empezaron a ser sustituidas por mambo, chachachá, y bugui, que hacían furor en los guateques. La Iglesia puso el grito en el cielo. Había que crear la moda de acuerdo con su doctrina. Nada de manga corta; las faldas tenían que llevarse largas, al igual que las medias, aunque hiciera 40 grados a la sombra, medias para no provocar; la ropa interior tenía que llevarse blanca y el pelo recogido. Nada de maquillaje, y si se optaba por él, un brochacito discreto. Menos común era hacerse la permanente, de la que llegaron a asegurar que provocaba meningitis.
Con este panorama, lo de bañarse en la playa se convertía en punto y aparte. Tras una lucha sin éxito para convencer a los españolitos de a pie que lo de sumergirse en el agua marina era malísimo, tuvieron por lo menos que poner unas normas para los baños: mientras que no se estuviera en el agua había que estar con albornoz, inclusive cuando se tomaba el sol. Pero el español pícaro tenía también remedio para eso: nace la figura del «avisador» que cuando veía que se acercaban las fuerzas del orden, decía: «¡Que viene la moral!» Y el que estuviera sin cubrir se zambullía rápidamente en el agua.
Pero la censura no pudo parar la avalancha que se les venía encima y fue levantando la mano pese a que aún en las películas que venían de Hollywood seguían convirtiéndose en bañadores de una pieza los binikis que lucían las actrices, todo a golpe de tosco pincel. La primera película española donde apareció un bikini fue «Bahía de Palma», que data del año 1962. Pero fue exactamente diez años antes cuando el bikini se permite en nuestras costas.
Desde el otro lado del Atlántico
El detonante llegó desde el otro lado del Atlántico con la aparición en la pantalla de Ursula Andress, acompañando al Agente 007, con un bikini adornado de un cinturón (1962). Las españolas querían empezar a lucir sus cuerpos bien alimentados, olvidadas ya desde hace años las estrecheces de la dieta de postguerra.
Elemento esencial para la implantación de la prenda en nuestro enorme litoral fue el boom del turismo, que llenó las playas de las famosas «suecas», un genérico con el que se denominaba a todas las visitantes extranjeras, que escandalizaban a la parte más conservadora de la sociedad, pero que rápidamente fueron imitadas por las españolas. El estereotipo fue reflejado en el cine, que llegó a fraguar un género, el «landismo» (tomado del actor Alfredo Landa), que glosó visualmente el impacto que causaban las «suecas» y su atuendo. Flamenco, sangría, toros y paella, a golpe del lema «Spain is different», se pusieron tan de moda en Europa que nuestro país comenzó a convertirse en una potencia turística. España ponía el sol, ellas, los bikinis.
Los más moralistas del lugar insultaban y pegaban a las extranjeras por ponérselo y, en su defecto, lo hacían las fuerzas de orden, que metían una noche en el calabozo a quien fuera tan osada de lucir una prenda tan «pecaminosa».
Fue un joven de 29 años, el alcalde de Benidorm, Pedro Zaragoza, quien como gran visionario, permitió el uso del bikini en su ciudad. A raíz de esta medida, el arzobispo de Valencia quiso excomulgarlo. Ante tal situación, Zaragoza cogió su vespa y tras toda una noche de camino, se presentó en el Pardo para ver al general. A Franco le cayó en gracia ese muchacho tan impulsivo y le concedió el permiso. Desde entonces les unió una gran amistad, veraneando la familia Franco en la casa de los Zaragoza algunos años.
Gracias a Pedro Zaragoza pudimos dejar a un lado el bañador con faldita.
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