El verano me hace de aquí

Sandra Lafuente, periodista venezolana, nació y creció vecina del ecuador del mundo, en Caracas. En España, encontró su fuente de energía solar en Cabo de Gata y en la madrileña piscina de Moratalaz

Sandra Lafuente

Antes de emigrar a España, hace siete años, desconocía que el clima es una experiencia corporal. Vengo del verano perenne . Algo inconsciente y salvaje dentro de mí -puede que hecho de la savia de los árboles espesos que en mi ciudad son más antiguos que los edificios- ignoró casi toda la vida esa ley incontestable de la naturaleza: que el sol puede irradiar desde otro lado, según la región de la Tierra que en su movimiento lo mire. Nací y crecí vecina del ecuador del mundo, en Caracas. El sol amaneciendo siempre cerca de las seis, haciéndose cenital en mi cabeza a las doce y cayendo en el ocaso no más tarde de las siete. Veinticinco, veintiocho, treinta grados todo el año y la brisa refrescante en el sueño. El mismo concierto de pájaros y bichos en el alba y en la noche. La certeza, el alivio, de que detrás de la montaña central de la cordillera de la costa, el Ávila de dos mil metros en su pico mayor, comenzaba el mar Caribe. El mar: cálido, disponible. En agosto o en febrero.

Entonces emigré. El ser atávico que me habita todavía se asombra con los cambios de estación (celebra siempre los primeros cantos de las tórtolas), pero aprendió a escuchar al cuerpo, que, hijo de la atmósfera, responde a tales cambios con la música propia de su biología.

Anhelo, como creo que hace el residente promedio de esta esquina del planeta, la llegada a ese punto en el desplazamiento del globo, los tres meses en los que sol se hace rotundo y alarga los días. Esa pausa en la pesadez del ánimo. Procuro renovar la vida en la energía solar directa, y en cualquier forma del agua: en Cala Rajá (Cabo de Gata), en la piscina pública de Moratalaz , en el norte para huir del calor violento de la meseta, en una manguera en el patio, o en la playa de Caldetas (Barcelona), a distancia de Cercanías de Renfe. Así es como me hago de aquí con quienes ya lo han sido desde siempre.

El descanso es una necesidad natural cuando los días se redoblan en luz y calor. Comprendo ahora esa obviedad que cambia el horario laboral y la programación de la tele. Cuando digo descanso, digo reconexión con la jovialidad. Lo que nos hace correr al mar o a la piscina, o al pantano algunas de las tardes largas o el domingo entero, y, cuando la tarde se hace noche, a las terrazas, para hacer del gazpacho, la cerveza y la horchata elixires hidratantes.

Cala Rajá

La semana deseada de vacaciones, ese privilegio, nos rinde al no tiempo bajo la sombrilla, bajo el sol, del sol al agua, del agua al sol, cuerpo-teja. Yo no me muevo de la playa para la comida, porque esas serían para mí horas perdidas.

Mi yo salvaje y caribeño le saca provecho a estos meses; cada solsticio de junio llego a mi Arcadia . Vengo del verano perenne, pero mi cuerpo sabe que el de aquí acaba en octubre, que la piel regresará a su tono cetrino y el ánimo volverá a hibernar. Presiento lo mismo en los vecinos que hoy tuve en el lecho de la arena, tan cerca, y los que tendré el próximo domingo y en agosto y el verano que nos queda. Somos como dromedarios: almacenamos vitalidad para resistir el desierto que nos llegará en el ciclo siguiente, el sol apenas encendido, la luz escasa, el látigo del frío.

El verano me hace de aquí

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