Unos machos de entonces

Hubo en Andión, y en Rabal, y en Gracia, y en Galiardo, un aire de hombres inmortales

Sancho Gracia, encarnado en Curro Jiménez, y Paco Rabal Archivo ABC

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Hubo en Patxi Andión un atletismo del vivir a fondo, una cosa de titán del entusiasmo, una virilidad porque sí, que es virtud que adorna a algunos grandes de su generación, o de alrededores. Hablamos de los seductores mejores de los años 70, con Juan Luis Galiardo y Sancho Gracia en la copa, y bajo el magisterio de Paco Rabal, gran califa de la noche, capitán del infinito, pícaro entrañable de las deshoras del sexo, o la ternura. «Si te abrazaba Rabal es como si te abrazara la noche», dijo alguien. Galiardo, y Sancho, y hasta Paco Marsó , abrazaban así, como gigantes del entusiasmo, como ogros del cariño, como machos mayores de la marinería del mejor vitalismo. Tenían gracia y gancho, entre las mujeres, pero también fueron seductores de hombres, porque se emplearon en el arte de la amistad. «Yo ya sólo soy forofo de mis amigos», soltó Sancho Gracia, ya en el tramo de madurez de su biografía.

En los 70, cuando despuntan, o se sitúan, se aupaba el ejemplar de hombre de dureza, inapetente de sentimientos, en un primer reojo, pero pleno de galanterías que iban enseguida al grano. Se sostuvo este modelo de galán o seductor, hasta bien entrada la Transición, aunque Arturo Fernández , que estuvo en la tribu de los citados, pero de otra manera, prorroga una caballerosidad de traje bien planchado hasta hace cuatro tardes.

Los inmortales

Hubo en Andión, y en Rabal, y en Gracia, y en Galiardo, un aire de hombres inmortales, y ese aire veía nutrido, entre otras cosas, por el empaque de tipos grandes que se gastaban, una empaque de nadadores o boxeadores, casi intimidatorio. Me gusta escribir que fueron hombres sanguíneos, porque ponían en todo una naturalidad del exceso , o un reprís de la desmesura, desde la propia elocuencia de actores de monumento hasta el afán de embelesar chicas hermosas.

Tres noches en un día

Sancho Gracia vivía tres noches en un solo día, viajaba con alegre desesperación, y reverenciaba la cátedra del amor como revolución, tan avalada por Paco Rabal. Galiardo navegaba por Madrid a bordo de un jaguar que conducía como si estuviera rodando un anuncio, y se reía como Don Quijote . Enseguida se convidaban a la vida de barra libre, que era la vida que preferían siempre.

Fueron ingeniosos, laboriosísimos, obsesivos. Se asomaba en ellos cierto linaje de bohemia. Todos tuvieron algo de Paco Rabal, pero con otras carreras, con algo siempre de sultanes del albedrío. Tenían amigos hasta en los infiernos (sobre todo en los infiernos), y cultivaron el deslumbramiento por la mujer como un sacerdocio. Se empleaban en todo, desde la recitación al viaje, y abrazaban como un abismo amigo.

Fueron inolvidables. Lo son. Estaban siempre atareados de talento. Repartieron la pasión entre los escenarios y las mujeres, no sé si por este orden. Y acaso ellos tampoco.

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