En un «cuatro latas» verde
Sus vacaciones de la infancia en el pueblo alicantino de Jesús Pobre
Años 80. Principios del verano . Tres de la mañana. La casa suena a promesas de otro mundo. Mi padre nos lleva en brazos hasta el coche, un « cuatro latas » verde, donde mi hermano y yo acabaremos la noche, cada uno con los pies del otro en la cara , turnándonos para que no nos toque siempre dormir por encima de las bolsas de viaje y bultos llenos de trastos colocados detrás de los asientos delanteros. Cómodos no vamos, alguna que otra estaquilla de la tienda de campaña se te clava de vez en cuando en la espalda cuando te das la vuelta, pero no cambiaríamos nuestra cama de fakir por nada. No necesitamos más.
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La primera frontera con nuestro mundo, con nuestra Bretaña, es el Loira. El primer desayuno siempre sabe a otra cosa. La mantequilla no lleva sal, ya hemos metido un pie fuera. Cada nueva etapa nos acerca a ese otro mundo prometido, cada atasco retrasa un poco nuestra vuelta al paraíso. El paisaje es un reloj que no tiene prisa. Algún juego, una peleadita , una canción de Aute nos hacen olvidar un poco el tiempo hasta divisar los primeros picos de los Pirineos. Ya estamos, casi. Ya vamos a poner el segundo pie fuera .
La frontera tiene algo de solemne , impresiona un poco al niño que soy, el tricornio de los guardias me hace gracia pero el control de los vehículos se me aparece como una puerta que hay que franquear. Detrás del umbral, todo será distinto . El bar de carretera, el olor de las calles, el tintineo de las tragaperras, el color de la tierra. El bocata de jamón, la geografía del idioma, el aceite de oliva, el brillo de los ojos. El reloj sigue sin tener prisa pero el travelling de la ventanilla ya no es el mismo. E n las lomas ocres , la silueta erguida del toro de Osborne hace olvidar el calor por un tiempo. En otro cerro, las flechas y el yugo todavía no me saben a sangre, más bien me parecen señales extraterrestres . El prehistórico aire acondicionado del coche funciona regular, hay que volver a mojar la toalla cogida en la ventanilla de la puerta trasera cada dos por tres.
Parece que salimos hace días . La vuelta al paraíso terrenal, el que cada año nos regala sus almendras, sus caracoles, la sombra de la higuera, el frescor del pozo, tiene un precio. A lo lejos, la silueta maciza del Montgó , paquidermo tranquilo mirando el Mediterráneo, señala el final del camino. Allí juguetearemos entre las olas, libres y felices, como aquellos niños que pintó Sorolla . Como los españoles que vuelven al pueblo, nosotros -franchutes rubines, bretones de otros mares- volvemos al nuestro . Allí nos esperan los que, un día, por no tener hijos ni nietos, nos acogieron para siempre como los suyos. No queda nada, unos pocos minutos antes de volver a subir la calle principal de Jesús Pobre en Alicante, girar a la izquierda, meternos por el camino de tierra y llegar a Quatre Cantons . Allí pasaremos el verano, al final del camino.