100 años de la muerte de Eugenia de Montijo: el duro camino al altar de Napoleón III

El Emperador de los franceses hubo de vencer las reticencias tanto de su futura esposa como las de su entorno político y cortesano

Eugenia de Montijo RUE DES ARCHIVES

José María Ballester

El triunfal paseo en carroza que dieron aquel 30 de enero de 1853 desde Notre Dame hasta el palacio de las Tullerías los recién casados Napoleón III y Eugenia certificaba, en el plano político, la creciente popularidad de un régimen, el Segundo Imperio, que había sido ampliamente plebiscitado seis semanas antes. En el plano humano era la culminación de un original cortejo que había comenzado cuatro años antes en el palacete de la princesa Matilde , prima hermana del futuro emperador. «¿Quién es esa joven?», preguntó el entonces príncipe -presidente de la República-, tras ver a Eugenia Palafox y Kirkpatrick . «Una española recién llegada», respondió uno de sus primos. Lo cual no era del todo cierto, pues París siempre fue el punto fijo de la vida itinerante de la condesa de Teba.

Este primer encuentro se limitó a la mera presentación de ambos. Sin embargo, la habilidad de la condesa viuda de Montijo, madre de Eugenia, para moverse en los círculos más influyentes así como el grato recuerdo que la «española» dejó en el faldero Bonaparte mantuvieron vivas las esperanzas de este último, que tuvo que superar varios escollos. El primero se produjo durante el segundo encuentro: invitadas al castillo de Saint-Cloud, residencia estival del mandatario, madre e hija se sintieron engañadas tras caer en la cuenta de que no había más participantes. Además, cuando el príncipe-presidente tomó el brazo de Eugenia, fue frenado en seco: «Monseigneur, mi madre está aquí».

El Emperador Napoleon III , la emperatriz Eugenia de Montijo y el principe Luis Napoleon Napoléon III © Roger-Viollet

«Ambigüedad calculada»

El fiasco de Saint-Cloud no disuadió a Luis Napoleón -así se llamaba-, que se las ingenió para volver a verla. Y lo hizo en más de una ocasión. La aristócrata española guardaba las distancias, pero sin ser cortante. Una actitud que uno de sus biógrafos, Jean Autin , califica de «ambigüedad calculada». La realidad era que la condesa de Teba había atisbado desde el principio las intenciones de su pretendiente. Pero, si bien no le faltaba ambición, padecía inseguridad, por lo que retomó sus viajes por media Europa.

De vuelta a París, siguió con su rutina, incluida su frecuentación de un jefe del Estado, cuya soltería preocupaba cada vez más, entre otros motivos porque iba dejando claro que sus ambiciones no se agotarían con una mera presidencia republicana. Tenía sentido dinástico. De ahí que sus compañías femeninas, sobre todo tras la ruptura con Miss Howard , su sempiterna amante, fueran minuciosamente escrutadas.

Así ocurrió con la «española» durante una representación teatral, a la que asistía el tout Paris. Durante una pausa, Luis Napoleón se acercó a su palco y depositó un ramo de violetas sobre sus rodillas. «No tengo el nivel como para casarme con él», replicó la agraciada a la esposa del embajador belga, sentada a su lado. Con o sin nivel, este tipo de atenciones por parte de Luis Napoleón se fueron intensificando. Eugenia perseveraba en la estrategia de la ambigüedad calculada. La condesa viuda de Montijo y su hija eran cada vez más asiduas en entorno de quien cada vez se parecía menos a un presidente -dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851- y cada vez más a un monarca. Semejante cambio de estatus provocó que desde su entorno se sondease a princesas europeas en edad casadera, siendo otro de los objetivos de la maniobra alejar a Eugenia. Fue en vano: la pareja se seguía viendo, comprobaban que sus gustos -sobre todo los campestres- coincidían. Salvo en lo concerniente a la estricta moralidad de la condesa de Teba, que rechazó todos los «asaltos» del Bonaparte antes del matrimonio.

Incluso después, buena parte de la historiografía deduce que la actividad sexual fue escasa. «El amor físico, ¡qué porquería!» , comentó Eugenia, ya como Emperatriz, a una amiga. Esta rigidez no fue óbice para que las maledicencias se incrementasen. Hasta que un día de enero de 1853, la mujer de un ministro la llamó aventurière. Era más de lo que podía soportar: el 22 de enero se anunció el compromiso.

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