RELATOS VERANIEGOS

«Es el dinero, idiota, que todo lo arruina»

«Los latidos vigorosos de mi corazón, que se aceleraba cuando el 1 de julio estaba cercano en el calendario, comenzaron a apagarse. Fue el principio del fin»

«Es el dinero, idiota, que todo lo arruina» FOTOLIA

B.F.

Durante mi infancia jamás pasé un verano en la playa. Mis padres, que experimentaron la desesperación de no saber si al día siguiente tendrían un mendrugo de pan que llevarse a la boca, me inculcaron desde bien chico que el dinero tenía que tratarse como a un bien preciado . Ir a la playa era, para ellos, un derroche. Tumbarse en la arena y mirar el horizonte, un sacrilegio si es que había que pagar por ello.

Por eso mis veranos, mis tan felices veranos, se desarrollaron en un caluroso pueblo extremeño que olía casi siempre a aceite y a carbón. Allí, en un recóndito lugar formado por cinco calles y unas cincuenta casas fue donde encontré lo verdaderamente importante, aquellos recuerdos que pronto se convirtieron en parte de mí como si alguien hubiera querido escribirlos con rotulador permanente, de ese que nunca se quita aunque frotes con alcohol. Los amores de verano , los pasodobles, tocar la guitarra, cerrar bares con tan solo trece años. El lugar en el que siempre fui un forastero preguntado por la vida en la ciudad.

En aquel pueblo no había playa, ni brisa marina. Una cochambrosa piscina de plástico plagada de moscas, el asfalto ardiente de las angostas y sigilosas calles, el aroma a chorizo frito por la mañana, el arroz con leche de la abuela, las siestas durmiendo en el suelo con esos primos que hoy se han convertido en mejores amigos.

Un día, sin ni siquiera haberlo pedido, comencé a crecer . A medida que mis piernas se alargaban y la voz se tornaba adulta, aquel pueblo que otrora amé con tanta fuerza empezó a alejarse de mí. Lentamente, sin hacer ruido. Los latidos vigorosos de mi corazón, que se aceleraba cuando el 1 de julio estaba próximo en el calendario, comenzaron a apagarse. Fue el principio del fin.

Un día, sin haberlo pedido, comencé a crecer

No sé cómo, tampoco por qué, un mal día empecé a pensar que lo verdaderamente importante se podía comprar con dinero . Que los viajes solo merecen la pena si vas con un «todo incluido», que los mejores amigos son aquellos con los que derrochas dinero y no conversaciones. Creo que fue ahí cuando comencé a morir. Porque la salud no sirve de nada cuando uno empieza a pudrirse por dentro.

En mi mente, solo un pensamiento: dinero . En mi corazón, tan solo ira, rencor, odio hacia aquellos que no me ayudaron a conseguir lo que quería: una casa más grande, un coche más potente, el mejor «smartphone». Yo, que durante mi infancia nunca tuve unas zapatillas de marca, miraba ahora por encima del hombro a quien había desgastado la suela de sus zapatos.

Sin darme cuenta, la avaricia que comenzó a forjarse en mí a medida que la voz se tornaba varonil me había transformado en un ser indeseable, asqueroso, mezquino y, lo peor de todo, solitario, pues por puro interés aparté de mi lado a quienes un día lucharon para que yo consiguiera mis sueños . Tan solo me tenía a mí, y ni siquiera de aquello estaba seguro.

Un verano, por motivos familiares, regresé a aquel pueblo de la infancia. En mi afán por reencontrarme conmigo mismo volví a recorrer sus aceras, paseando por aquel asfalto que seguía pegándose a los zapatos y notando aquel olor raro pero agradable y que me recordaba a la felicidad que un día abracé pero solté por pura ambición.

Mientras paseaba me topé de frente con uno de esos amigos a los que un día dejé en la estacada. Jonás, que jamás me guardó rencor alguno , dibujó en su rostro una sonrisa exorbitante al verme. Me abrazó con sus brazos peludos, me dio una palmada en la espalda y me miró fijamente a los ojos. Volví a sentirme querido.

Conté la historia de mi vida al incrédulo Jonás que, tras escucharme cauto, solo pronunció una frase: Es el dinero, idiota, que todo lo arruina.

—Lo he tenido todo, Jonás, todo. He recorrido el mundo de punta a punta, he tenido los mejores trabajos y he vivido en los mejores lugares, pero hay algo que todavía no tengo y que no sé cómo conseguir.

—Martín - respondió Jonás con el rostro tenso-, tú no has tenido nada. No has querido tenerlo y te has conformado con las migajas de la vida, con aquello que podías comprar gracias a los ceros de tu cuenta bancaria.

Me sentí idiota al comprobar que Jonás, que jamás había salido de aquellas cinco calles, sabía mucho más de la vida que yo , un pobre diablo que tan solo vivió para acumular riqueza, sin saber que la riqueza jamás debe medirse en cifras. Aquel fue el primer día del resto de mi vida.

«Es el dinero, idiota, que todo lo arruina»

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