Relato de verano
La otra mitad del reloj de arena

Los aeropuertos son lugares de tránsito, pero también albergan la cruda paradoja de que en la vida siempre estamos de camino. Un punto de eterno retorno donde se arraigan las esperanzas, los sueños y quizá también los miedos, donde emergen los cambios y donde se vislumbra el futuro. En el día a día, las emociones por los reencuentros, las despedidas, las agónicas esperas hasta el embarque, la confusión de las señales y las lenguas, los pasillos diáfanos y amplios que no parecen tener una meta concreta, el proceso ceremonial de una rutina que nos convierte en potenciales criminales, los eternos abrazos, los planes aún por realizar y los ya materializados, el ruido de las maletas de un lado a otro de la terminal... y las lágrimas. Muchas lágrimas. Todo se entremezcla para crear una atmósfera donde los escenarios cambian, las personas también, pero la propia genética de un aeropuerto se mantiene inalterable en cualquiera de los que te encuentres. Eterno retorno a lo idéntico, a la Ítaca donde siempre regresamos para volver a emprender otro viaje, otro proyecto, o tal vez otra nueva vida .
Mi padre, que siempre tuvo mucho miedo a volar porque no entendía cómo un aparato de aluminio y titanio que pesa decenas de toneladas era capaz de mantenerse en el aire, decía que un aeropuerto era lo más parecido a un purgatorio sobre la Tierra, el estado transitorio donde los seremos humanos nos renovamos antes de alcanzar el cielo . Aunque una vez de vuelta al suelo, todo permanezca igual. Es la ilusión abstracta del cambio, definitiva o temporal. La nueva etapa que separa nuestro último viaje del siguiente que aún está por llegar.
Desde niño, siempre me han fascinado los aeropuertos. Recuerdo muy bien el día que, con seis o siete años, volé por primera vez. Fue por unas vacaciones familiares junto a mis padres y mi hermano a Roma. Cuando estás a diez mil metros de altura, todo se vuelve diferente. Las nubes, imponentes escudos del mundo que cuelga de allá arriba, se tornan desde tu visión en finos jirones a merced de la fuerza humana. El mar, grandioso y voraz, apenas se divisa como papel celofán azul en un estado de aparente calma. Y las ciudades más grandes apenas llegan a superar la palma de tu mano. La nueva perspectiva del mundo que se abre ante ti irrumpe de forma arrolladora, derribando las columnas que lo sustentaban. Por un momento, te sientes poderoso, divino, privilegiado por poder disfrutar de todo un mundo nuevo. Instantes después, todo se desvanece. T e das cuenta de lo ínfimo y minúsculo que uno puede llegar a ser, la enigmática clarividencia de la irrelevancia. ¿Quién soy yo y cuál es mi lugar?
En los aeropuertos, también me siento así. Eres uno más en la fila de los que esperan para facturar su maleta, uno más en la cola para superar la estricta seguridad, uno más en la lista de pasajeros de las aerolíneas. Recuerdo aquella espera junto a mis padres y mi hermano, nervioso por subirme por primera vez a un avión, y toda esa rutina que después, con gente distinta, he tenido que volver a realizar. Recuerdo corretear por los pasillos de la terminal mientras me asombraba el frenético ritmo de un día normal en el aeropuerto. Las carreras para evitar el cierre de las puertas del avión, el paso acelerado de los pilotos y las azafatas arrastrando sus pequeñas maletas o los carteles anunciando sin apenas demora el aterrizaje o despegue de los vuelos previstos para ese día. Jugaba con mi hermano intentando adivinar a qué ciudad iba a viajar cada persona e intentaba a través de su mirada, de su ropa o simplemente de sus gestos resolver el motivo de ese viaje. En los sucesivos vuelos que he tomado, como si de una tradición se tratara para no traicionar mi alma infantil, siempre malgasto el tiempo de espera repitiendo el mismo trance: imaginando historias ajenas, relatos aislados, vidas fantásticas o anodinas a la espera de su expiación.
Si alguien hubiera intentado adivinar mi camino vital aquel día, lo habría tenido sencillo. Allí estaba yo, en la noche más calurosa del verano, empujando con desgana mi maleta en mitad de una terminal casi vacía . El bullicio se había evaporado, como por arte de magia, y los pasillos ahora parecían aún más largos. Deambulaba con el equipaje de aquí para allá, escuchando los últimos avisos de los aviones que despegarían bajo la luna. Me encontraba solo y abatido, sin un plan estratégico para sobrevivir a esa noche que tenía por delante. Los controladores franceses habían convocado una jornada de huelga general y la fortuna quiso que uno de los dos vuelos París - Madrid cancelados aquel día fuera el mío. Tras pelearme con la aerolínea por un cambio de billete, finalmente pude reservar un asiento en el vuelo de las dos del día siguiente. Cuando cumplí con todos los trámites eran las siete de la tarde. ¿Qué iba a hacer yo 17 horas de espera en un aeropuerto? Intenté serenarme y buscar distintas opciones. Volver a la ciudad era imposible, no tenía dinero para pagarme un hotel. Había viajado tres días antes a la capital francesa para disfrutar de un concierto de mi grupo favorito. Como sólo había estado en París cuando era niño, decidí invertir todo el dinero que había ahorrado en mi anterior verano de prácticas para disfrutar de la ciudad y quedarme dos días más. Pero pasar la noche en el aeropuerto no entraba dentro de mi agenda de planes.
Al principio, me senté y de nuevo volví al juego que tantas veces había salvado mi espera. Veía con gran atención a los pasajeros que pasaban por delante de mí y buceaba en los detalles que involuntariamente manifestaban para recrear sus historias. El juego heredado de la época infantil me duró apenas dos horas. Cuando mi imaginación tuvo suficiente, comencé a recorrer los pasillos sin un destino concreto: sólo quería robar tiempo al tiempo. Cené lo que pude con el dinero que aún me quedaba y poco a poco comencé a desesperarme. Ni siquiera era medianoche. Para entonces, los pocos afectados por la huelga de controladores como yo que no podían permitirse pagar un hotel comenzaron a tomar posiciones en la terminal. Todo valía para conseguir el mejor lugar, el más silencioso, el más cómodo. Sábanas, sacos de dormir e incluso algún colchón hinchable comenzaron a ocupar los suelos. La gendarmería francesa vigilaba la terminal mientras otros fantasmas deambulantes, pero sin equipaje, se recostaban sobre los asientos encajando con una técnica perfecta su cuerpo y evitando los reposabrazos en busca de la posición más cómoda. Era evidente que no era la primera noche que pasaban allá, que a ellos no les había traicionado un gremio profesional. Habían convertido el aeropuerto en su casa, no en un lugar de mero tránsito. Esta imagen tan poco idealizada, de gente bajo un mismo techo enfrentándose al calor y a las horas nocturnas con absoluta resignación, destrozó todo mi ánimo de volver a coger un vuelo en los próximos años. Tenía razón mi padre: los aeropuertos son lo más parecido a un purgatorio sobre la Tierra. Sobre todo, al caer la noche .
Busqué un lugar apartado para sentarme y poder conciliar el sueño. Al principio, fue difícil. Cualquier mínimo ruido me hacía sobresaltarme y me desvelaba. Por no hablar de la incomodidad que padecía en esa postura. Cambié de diferentes sitios hasta que acabé en una zona también tranquila cerca de unas escaleras mecánicas que habían dejado de funcionar. Saqué mi ordenador y me conecté a internet para hablar con mi hermano. «Diles a papá y mamá que estoy bien. Mañana a las cuatro y media estaré ya en Madrid. Venid a buscarme porque estaré muy cansado. No puedo pegar ojo». «Ok», me contestó mi hermano tiempo después, desatendiéndose de mi certero estado de súplica. Necesitaba compresión, un mensaje de apoyo para sobrellevar la larga noche, pero estaba claro que debía resignarme a esperar el amanecer.
Mi vida, hasta entonces, había sido algo así. Un viaje de soledad, de búsqueda de apoyo mientras caminaba sin un destino fijo . No quería aceptar aquello que me apretaba el corazón, que me fustigaba, que me hacía llorar por las noches en busca de la negación. Había construido una verdad paralela, desprovista de sentimientos ambivalentes. Aparentaba felicidad y quizá excesiva complacencia, un sentimiento de plenitud engañoso que se evaporaba cuando los muros de mi engaño se derrumbaban ante una simple figura, un simple gesto, una simple mirada. Y tras caer, cuando más cerca estaba de asumir mi verdadera identidad, volvía a emerger el orgullo y la negación para construir de nuevo las barreras que me impedían reconocerme a mí mismo cuando me miraba al espejo. Yo no podía ser así. Otro sí, yo no. ¿Cuánto tiempo más tendría que seguir batallando contra mi propia identidad? ¿En qué momento cesaría la guerra que se desataba dentro de mí?
Fue así, revolviendo entre los pensamientos turbios de mi existencia, cuando la debilidad se apoderó de mí y pude dormir algo. Creo que fueron unas tres horas. Me desperté después sobresaltado, recordando que me había dormido sin haber guardado el ordenador en la maleta. Pero ahí estaba, con el «ok» de mi hermano parpadeando en la pantalla. Nadie se lo había llevado. Algo somnoliento, lo apagué como pude y me dispuse a guardarlo de nuevo en la maleta. Fue entonces cuando apareció él.
- Hola, disculpa. ¿Me podés dejar vuestro ordenador unos segundos?
Alcé la cabeza asustado y me topé con su imagen: un chico joven, veinteañero, muy alto, de tez blanca, barba fina pero desaliñada y ojos azules. Vestía una camiseta desahogada, vaqueros y zapatillas. Era la primera vez en varias horas que alguien se dirigía a mí y no entendí muy bien por qué ese chico, que por su acento intuí que era argentino, chileno o uruguayo, se había acercado a ese pobre muchacho que dormitaba apoyado en una pared al lado de unas escaleras mecánicas.
- Necesito mandar un e-mail a mis papás y no puedo comprar tarjetas para conectarme a internet. Será sólo un par de minutos.
Su mera figura, imponente desde mi posición, me hizo temblar. Pero no de miedo . Avergonzado y con temor a que mis mejillas enrojecidas me delataran , giré el portátil como señal de que estaba libre para su uso. Sin decir ni una palabra.
- Gracias - me dijo, e instantes después dejó su equipaje junto al mío y se sentó. Durante un par de minutos sólo el ruido del tecleo rompió el mayúsculo silencio que envolvía la escena. Por temor a violar su privacidad, perdí mi mirada en el vacío absoluto de los pasillos del aeropuerto a la espera de que acabara de enviar su correo electrónico. Sólo, durante unos instantes, mis ojos se fijaron en su maleta, granate y excesivamente grande, y en una funda negra con forma de trompeta justo apoyada al lado. Mi mente pronto comenzó a trazar el recorrido vital del chico: un joven, emigrante latinoamericano, que viajaba por Europa con su instrumento en busca de un proyecto musical potente. Quizá una orquesta, quizá entrar en alguna prestigiosa escuela para convertirse en una gran figura. ¿Su destino esa noche? Buenos Aires. Regresaría a casa a ver a sus padres después de varios meses en el otro lado del Atlántico. Mientras concentraba todos mis esfuerzos en evitar mirarle, el joven repitió en voz alta el final de su mensaje para dar cuenta de que había concluido.
- Enviado. Muchísimas gracias - dijo con voz aliviada
- Nada nada - fueron las únicas palabras que acerté a pronunciar no sin algún titubeo. Él hizo el ademán de incorporarse, algo que para mí supuso cierta tranquilidad pero también pena. No quería que se fuera . Sin embargo, no iba a ser yo el causante de que esa incómoda situación se prolongara aún más. Pero, para mi fortuna, mis miedos aquella noche contaban con la partida perdida.
- Me llamo Maximiliano, pero todo el mundo me llama Max. Encantado - dijo estrechándome la mano
- Yo, Diego. Encantado también - contesté todavía nervioso.
- ¿Qué haces acá sólo aquí? ¿Has perdido el vuelo?
- No, hubo una huelga de controladores y cancelaron mi avión. Tengo billete para otro mañana por la tarde... así que estoy esperando - dije atreviéndome con una leve sonrisa.
- ¡No! ¿En serio? ¿Y no tenés plata para pasar la noche en un hotel? - me preguntó excesivamente preocupado
- No, me he gastado todo visitando París. Es una ciudad muy cara - comenté buscando su complicidad
- Desde luego, ¡carísima! Pues si te estoy molestando y querés dormir... - dijo de nuevo con la intención de incorporarse
- No, no, no te preocupes. Me viene bien... algo de compañía - le pedí con un exceso de confianza, algo impropio de mí - ¿Y tú? ¿Qué haces pasando la noche más calurosa del verano en un aeropuerto?
Sonrió
- Mi vuelo sale a las seis de la mañana y no quise pagar una noche extra de hotel. Así que... acá estoy. Esperando, como vos.
- ¿Adónde te diriges?
- Buenos Aires, regreso para ver a mi familia
El niño que todavía permanece vivo dentro de mí bailaba exultante por haber acertado el destino y motivo de mi particular compañero.
- ¿Y qué has hecho en París?
- Bueno, he estudiado Psicología, pero lo que me encanta es la música. Toco varios instrumentos de viento, aunque mi favorito es el saxo. He tenido varias audiciones y estoy probando suerte para ver si puedo matricularme en alguna escuela en otoño. He estado en Viena, en Munich, en Bremen y ahora en París. Sería mi sueño que me llamaran de algún sitio y poder venir a Europa a estudiar.
- ¿Tocas bien? - dije de nuevo buscando su dulce sonrisa
- Eso creo, ¿querés que te lo demuestre? - preguntó casi decidido a coger su instrumento
- ¡No, no! Esto está muy silencioso y nos van a echar si hacemos ruido. ¡Vamos a despertar a todos! - le imploré mientras reía y apoyé mi mano en su hombro para evitar que se levantara. Él aceptó de buen grado mi consejo.
- También canto muy bien. ¿Te canto algo bajito sin que nos oiga nadie más?
- Vale - dije con la extraña duda de si iba a tener el suficiente arrojo de cantarle a un desconocido una canción. Y lo hizo.
Say something i'm giving up on you. I'll be the one if you want me to.
Anywhere I would've followed you... Say something, I'm giving up on you.
Él y yo. Una canción. El silencio absoluto roto por la voz dulce y masculina que acompañaba con unos breves movimientos de cabeza mientras cerraba los ojos buscando la mejor de sus actuaciones. Mientras le escuchaba, me preguntaba si estaba soñando. Si era real que un desconocido me estuviera cantando un tema en aquel lugar recóndito del aeropuerto . Me mostraba totalmente entregado a la situación, a la delicadeza de su voz, a la indudable atracción que me generaba. Cuando terminó, sólo pude de nuevo quedarme en silencio.
- ¿No te ha gustado? - dijo extrañado con los ojos ya abiertos y dirigiéndose a mí
Reí
- Me ha encantado. Va a ser verdad eso que dicen que los argentinos tenéis poca vergüenza.
- Claro, ¡no tenemos nada! - dijo casi sorprendido. ¿Vos tenés vergüenza? Dale, cantame algo ahora.
- No, yo no canto tan bien como tú y soy muy tímido. No me saldría la voz - dije intentando salir de la encerrona en la que me había metido de repente.
- Está bien, está bien. Pero hay que ser más atrevidos en esta vida. Mira yo, deambulando por Europa buscando una oportunidad. Y cantándole a un desconocido por la noche. ¿No tendrás tú una orquesta y necesitáis a un músico, verdad? - comentó riendo de nuevo, a lo que yo lamentablemente tuve que contestarle con una negación.
- ¿Y vos qué hizo aquí en París solo?
- Vine a un concierto y a ver la ciudad. Aunque cada vez estoy más seguro de que he venido a buscarme a mí mismo.
- Pero para eso la gente se va al Tíbet o al desierto de Mojave. ¡No a París! - respondió en torno burlón.
- Lo sé, pero era lo que me quedaba más cerca - me justifiqué.
- ¿Y qué? ¿Te encontraste en la torre Eiffel? ¿En Notre Dame? ¿En el Moulin Rouge? - dijo prolongando su clara ironía
- Digamos que aún me sigo buscando. Pero estoy bien, me alegro de haber venido aquí solo.
- No puede ser muy difícil encontrarte cuando yo lo hice esta noche aquí, en este rinconcito apartado del aeropuerto - comentó en tono cómplice sorprendiéndome con su respuesta mientras mostraba de nuevo su dulce sonrisa.
Fue entonces cuando iniciamos una conversación sobre nosotros. Él me contó que era de Rosario, era el pequeño de tres hermanos y desde siempre había sido un estudiante con buenas notas . Su pasión por la música despertó una noche viendo «Bailando bajo la lluvia» cuando era muy pequeñito y estudió psicología a petición de sus padres por si su periplo musical acababa en fracaso . Ahora tenía 22 años y se había dado de margen hasta los 30 para intentar lograr su sueño.
- No sé si algún día lo conseguiré. Probablemente, no. He oído estos días en las pruebas a gente muy buena, quizá mejores que yo. Pero no quiero quedarme con la espina de no haberlo intentado. ¿No crees? - me preguntó buscando obviamente mi respaldo.
- Claro, y seguro que lo consigues. Y si no, siempre podrás probar como cantante - dije riendo.
- ¿Y vos? ¿A qué te dedicas?
- Este año empiezo Periodismo en la universidad. Tengo muchas ganas de comenzar una nueva etapa, y es algo que siempre he querido hacer. Ojalá algún día pueda trabajar en una redacción, escribiendo sobre lo que pasa en el mundo. Me gustaría viajar a muchos países, conocer a mucha gente... y contar historias.
- A mí me da mucho miedo volar - me dijo.
- ¿Sí?
- ¿Querés que te cuente un secreto que poca gente conoce?
Respondí afirmativamente con la cabeza. Max se levantó, tumbó su maleta en el suelo y comenzó a buscar algo entre su ropa. En apenas unos instantes, media maleta estaba desperdigada por el suelo. Al fin, halló lo que buscaba: un pequeño reloj de arena . Cuando lo tuvo entre sus manos, guardó todo de nuevo con el mismo desorden que al principio y se sentó de nuevo a mi lado.
- ¿Un reloj de arena? - dije sorprendido.
- Sí. Cuando era niño, una vez tomé un vuelo con mi papá a Santiago de Chile. Él es empresario, trabaja para una multinacional y pocas veces paraba por casa. Yo siempre me quejaba a mi mamá de que papá no estaba con nosotros, así que él un día decidió llevarme a uno de sus viajes. En el avión de vuelta a Buenos Aires, los dos estábamos jugando tranquilamente a un juego de preguntas y respuestas. Mis papás pocas veces nos han regalado muñecos, siempre han confiado en los juegos de estimulación para que fuéramos más listos y lo hiciéramos todo antes de tiempo: aprender a decir nuestras primeras palabras, aprender a leer, aprender inglés... Estábamos con un pequeño tablero de cartón sobre la bandeja del asiento de delante y unas fichas. El vuelo era muy agradable y relativamente corto, pero en un momento dado hubo fuertes turbulencias. Era la primera vez que cogía un avión y estaba muy asustado. La gente empezó a gritar y las azafatas corrían por el pasillo cerciorándose de que todos estábamos con el cinturón de seguridad abrochado. Empecé a llorar y me agarré a mi padre. Por las fuertes sacudidas, el tablero con las fichas se cayó al suelo, pero el reloj de arena con el que jugábamos cayó en mi asiento. Lo cogí con mis manos y lo apoyé sobre el pecho de mi papá mientras rezaba agarrado a él.
- ¿Y qué pasó después?
- Un par de minutos después, todo paró. La gente suspiró aliviada y mi padre me pidió que dejara de llorar, que todo había terminado. Había sido un pequeño susto. Me besó en la mejilla mientras comenzó a recoger del suelo el tablero y las pocas fichas que pudo encontrar. Yo me quedé en silencio, todavía asustado y con las lágrimas recorriendo mi rostro. Mi papá vio que estaba todavía en shock, así que tomó el reloj de arena para devolvérmelo. Me miró y me lo entregó.
- ¿Y desde entonces lo llevas contigo? - pregunté sorprendido por la historia
- Siempre que cojo un avión lo llevo conmigo. Una vez, incluso, salí de casa sin él y cuando estaba cerca del aeropuerto volví corriendo a casa a por él. Sabía que si me subía al avión sin el reloj de arena lo iba a pasar muy mal. Es una tontería, es como un pequeño amuleto, pero a mí me da mucha tranquilidad.
- ¡Vaya! ¿Viaja contigo desde hace veinte años? - insistí
- Bueno, a mi padre no volví a acompañarle en ningún vuelo. Pero desde que cumplí 16, en todos los viajes ha estado conmigo. Que esta anécdota te valga para que veas que los psicólogos también estamos un poco locos - dijo entre risas.
Valoré mucho la confianza que Max había depositado en mí para contarme una historia que, a buen seguro, poca gente conocería. Lo cierto es que con él me encontraba muy cómodo hablando. Estaba muy atento a sus palabras, embelesado con su acento y disfrutando de la ligera espontaneidad con la que parecía fluir la conversación entre dos extraños . Durante un buen rato nos perdimos hablando de música, de ciudades por el mundo y del infinito de la noche. Aquello que me oprimía el corazón se manifestó desde un primer momento, y por primera vez no quise negarlo. Sabía que mi interés por él era mayor que la curiosidad por sus aspiraciones, sueños y miedos . Si me mostraba tan inseguro, pero a la vez tan confiado, fue porque me sentía libre, en ese pequeño rincón de un aeropuerto bajo la penumbra, de ser yo mismo. Tal vez, por primera vez. Sin ataduras, sin complejos. Yo .
Quería tocarle, sentir la suavidad de su piel, acercar mis ojos a los suyos y escuchar su respiración sin apenas dificultad. Sabía que no podría ser, porque quizá ni siquiera él era como yo. Sólo un «pibe» simpático y agradable que salió a mi rescate para ahuyentar la soledad que me invadía minutos antes. O sólo un chico que se mostraba amable por haberle prestado el ordenador y, sin nada mejor que hacer en un aeropuerto a esas horas, pagaba el favor con una conversación sobre saxos y relojes de arena. No lo sabía y tampoco realmente me interesaba. Quería disfrutar de ese momento íntimo y anómalo sin pensar en nada más, sin disfrazar sentimientos y sin cohibirme. Hasta que la luz del amanecer convirtiera el encuentro en parte del pasado.
En un momento dado, los dos nos quedamos en silencio, inmóviles, mirando hacia el largo pasillo donde el resto de personas dormían en asientos o sobre el suelo. Noté en sus ojos que el sueño comenzaba a apoderarse de él y le propuse tumbarnos. Él aceptó rápidamente y retiramos nuestro equipaje para hacer sitio. Cada uno, se acostó en el suelo con los pies hacia un lado pero nuestras cabezas apenas quedaban separadas por centímetros. Mirando al techo, ambos cerramos los ojos. Sin embargo, notaba su calor cerca de mí, una presencia poderosa que me transmitía mucha paz .
- Diego, ¿puedo preguntarte algo? - dijo de repente.
- Claro, dime - respondí abriendo los ojos.
- Yo te he contado un secreto, el del reloj de arena. ¿Cuál es el mayor secreto que nadie sabe?
Su pregunta, totalmente inesperada, me dejó intranquilo. Se presentaba ante mí la oportunidad de sincerarme por primera vez con alguien. Decir la verdad, verbalizarla. Sin temor a las consecuencias. Evitando los atajos, admitir en voz alta lo que durante desde mi infancia había intentado ocultar en lo más adentro de mi cuerpo. Pero, tal vez, él no era la persona adecuada para escucharla.
- No tengo ningún secreto, Max. Nada que al menos deba ser psicoanalizado - respondí de forma ingeniosa para intentar salir del paso
- Ok, vos puede intentar engañarme. Pero yo sé que no es verdad.
Tras unos segundos de silencio incómodo, Max retomó la conversación
- ¿Quieres que yo te cuente otro secreto?
- Sí - dije con temor a que su estrategia me llevara de nuevo a una trampa
- He estado viéndote desde hace varias horas. Vos no te diste cuenta, pero te llevo observando mucho tiempo. Vi cómo te peleaste con la chica de la aerolínea para conseguir el boleto para mañana, cómo mirabas muy atentamente después a la gente durante un largo rato, cómo cenaste y cómo fuiste buscando un sitio plácido para descansar hasta llegar a este rinconcito. Y cómo te quedaste dormido con el ordenador encendido.
Su confesión me sobresaltó. Pese a mi amplia curiosidad, en ningún momento había percibido su presencia en el aeropuerto ni, por supuesto, que había estado escudriñando todos mis pasos . Y tampoco sabía la finalidad de su comentario. ¿Quería decirme lo que yo realmente quería escuchar?
- ¿Y por qué te has acercado a hablarme horas después y no antes? - le dije buscando que fuera él, tal vez, el que diera el paso definitivo
- No sé. Quizá no sea tan valiente como mi papá querría que fuera. Y no sabía qué decirte o qué preguntarte. Durante el rato que te has quedado dormido, te he estado observando. Y cuando de repente he visto que te despertabas, he cogido las cosas y me he dirigido hacia ti sin pensarlo más. Llevaba un buen rato temiendo que tuviera que embarcar sin la oportunidad de hablar contigo. Así que me alegré cuando he visto que abrías los ojos. Como intentabas guardar tu ordenador, no se me ocurrió otra excusa que la del e-mail para presentarme.
La conversación fluía mientras ambos mirábamos hacia el techo, como si las palabras volaran sobre nuestras cabezas de forma liviana y se acabaran estrellando contra los muros sin efecto alguno . Pero su revelación me perturbaba, me atravesaba el corazón y me impulsaba a incorporarme y sincerarme con él. Mi inexperiencia en ese tipo de situaciones me provocaba temor. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Podía besarle sin más o debía esperar a una petición explícita por su parte? ¿Era realmente una declaración o simplemente me manifestaba un especial afecto? En ese momento, lamenté que durante tiempo mis miedos me hubieran apartado de cualquier sentimiento recíproco. En esa partida, siempre jugaba con desventaja. Tras sus palabras, el silencio volvió a hacerse presente y era evidente que buscaba por mi parte una respuesta. Y fue quizá, en ese preciso instante, cuando en mi interior la batalla que durante tantos años se había librado, entre el deber y el no deber, lo correcto o lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo que querían que yo fuera y lo que quería yo ser, proclamó un ganador . Y le conté la verdad:
- Max, sí tengo un secreto que revelarte. Durante muchos años, casi desde que tengo uso de razón, he jugado a ser otra persona. He tapado mis sentimientos, he impedido que afloraran. No quería que nadie supiera las emociones que dentro de mí se fraguaban. Siempre he sido un niño ejemplar, el típico chico bueno cuya madre siempre mostraba orgulloso a todos. El muchacho recto y cordial que aspiraba siempre a la perfección y que no mostraba nunca debilidades. Pero, sin embargo, yo lo único que he notado ha sido siempre dolor y negación. Vergüenza por ser lo que soy y vergüenza a la vez por querer ocultarlo. Y al final, creo que he perdido. Porque ni he sido feliz bajo mi personaje ni me he brindado la oportunidad de serlo dejando emerger lo que realmente pensaba y sentía. Sólo he derrochado tiempo.
Con mi mano tomé el reloj de arena que minutos antes Max había sacado de su mochila y lo giré para que la tierra comenzara a caer desde la parte de arriba hacia la de abajo a través de la pequeña abertura.
- Tiempo perdido que no volverá. Y me siento vacío y estúpido por haberlo dejado escapar.
Conmovido por mis palabras, Max se incorporó, agarró mi mano que sujetaba el reloj de arena y volvió a volcarlo,
- Diego, el tiempo ya no se puede recuperar, es verdad. El pasado es pasado, pero la buena noticia es que hay mucho más. Hay que aprovechar las oportunidades que se nos presentan por delante, olvidar los errores y mirar hacia el futuro. Puede que a veces te sientas vacío, pero siempre que te encuentres así debes saber que siempre habrá algo o alguien capaz de llenarte de nuevo de ilusión y ganas.
Mientras le escuchaba, vi de nuevo como la parte vacía del reloj volvía a llenarse de arena. Una vez que el último grano pasó por la zona más estrecha, me incorporé. Nos quedamos los dos frente a frente, mirándonos a los ojos, agarrándonos la mano mientras sujetábamos el reloj.
El silencio volvía a manifestarse, pero esta vez había mucho ruido. El ruido del deseo, de la curiosidad, de la eterna luz que alumbra la esperanza de dos cuerpos a punto de fusionarse. Sin decir nada más, lo decíamos todo. Y fue entonces, cuando más cerca le sentía, cuando advertía el calor de su mano sobre la mía... cuando de repente el panel de los vuelos de salida comenzó de nuevo a ponerse en marcha. Max volvió su mirada a la pantalla y advirtió que el mostrador para dejar su equipaje ya estaba operativo. Después, me miró de nuevo y sonrió.
- Me tengo que ir Diego. No queda mucho tiempo para mi vuelo y este aeropuerto es tan grande que seguro que me pierdo buscando la puerta de embarque.
Yo asentí con resignación, consciente de que el momento mágico acababa de desfallecer . Los dos soltamos nuestra mano y nos incorporamos. Con absoluta solemnidad, Max tomó su equipaje, su enorme maleta y la funda que guardaba el saxo y se giró de nuevo hacía mí. Yo permanecía de pie, impasible, sintiendo de nuevo que había dejado pasar el tiempo en exceso y me iba a quedar sin probar sus besos. De nuevo por mi culpa, por mi miedo al miedo. Max también parecía estar con la cara desencajada, tal vez triste por verse obligado a tener que irse. Hizo un esfuerzo y volvió a sonreír. Se acercó a mí con sigilo y de nuevo nuestros ojos se encontraron.
- Adiós Diego, gracias por compartir esta noche conmigo.
- Adiós Max, feliz regreso a Argentina.
Nos quedamos mirando durante unos segundos más, hasta que Diego finalmente me dio la espalda y comenzó a caminar por el pasillo infinito. Quise llorar al ver cómo su figura comenzaba poco a poco a menguar, a quedarse más lejos de mí. Con él se iba el momento que durante tantos años había esperado . Y la desilusión era tan enorme que me mostraba incapaz de reaccionar. No creía en las segundas oportunidades, y estaba claro que en esta ocasión era casi imposible que algún día él y yo volviéramos a encontrarnos. Quedaba por tanto en el recuerdo una noche sin final, un libro sin el último capítulo.
Poco a poco volví a la realidad, mientras él seguía alejándose. Cuando de nuevo volví a sentir el cuerpo, me di cuenta de que el reloj de arena todavía estaba en mi mano. Instintivamente, comencé a correr de nuevo tras él. No podía permitir que tomara el vuelo sin el amuleto que le daba tranquilidad. Grité su nombre varias veces, cada vez en un tono más alto. Aquellos que aún dormían tirados en el suelo se sintieron molestos por la algarabía que estaba formando en la terminal. Pero me daba igual. Corrí con todas mis fuerzas esperando que no fuera demasiado tarde. A los pocos segundos, vi como Max se detenía y se giraba sorprendido. Yo seguí corriendo a la misma velocidad y aún gritando su nombre. Llegué absolutamente extasiado hasta él.
- Toma Max, te olvidabas esto - le dije mostrándole el reloj de arena en mi mano
Su cara se iluminó
- ¡Oh, gracias! Me habría vuelto loco buscándolo en el avión - me dijo muy agradecido.
Extendí la mano para dárselo y de nuevo nos agarramos muy fuerte. La presión de su mano sobre la mía era aún más evidente. Sabía que así me estaba besando . Seguimos mirándonos durante unos segundos y creí ver en sus ojos las imágenes que nunca se produjeron: los besos furtivos en aquel rinconcito del aeropuerto, el suave tacto de su mano en mi mejilla, el calor de su cuerpo en contacto con el mío.
Quizá con aún más desgana, Max de nuevo volvió a despedirse y se dirigió hacia el mostrador para dejar su equipaje. Podría haberle acompañado ahora que era menor la distancia, pero era evidente que nuestros caminos dejaban de coincidir en ese momento. Con paso lento, volví poco a poco hacia el lugar donde había dejado mi maleta y mi ordenador, sin miedo a que me lo pudieran robar, mientras algunos a quienes les había despertado seguían verbalizando su malestar. Cuando llegué, me desplomé de nuevo cerca de las escaleras mecánicas y durante un momento volví a sentir el absoluto arrastre de la soledad. Creo que lloré hasta quedarme dormido y sólo la luz del sol consiguió despertarme de nuevo un rato después .
El resto de la mañana la pasé deambulando por el aeropuerto, todavía preguntándome si Max había sido un sueño o algo real. Nada quedaba para rechazar la idea de que la interminable espera no me había provocado un delirio. Todo se había esfumado.
Sin mayor retraso, poco después del mediodía, pude tomar el avión y regresar a Madrid. Cuando llegué, sentí que había alcanzado la expiación. Pacté conmigo mismo no volver a traicionarme más, intentar ser feliz y buscar mi propio camino. Durante muchos años, en muchas esperas en aeropuertos, había dibujado realidades paralelas de las personas que pasaban por delante de mí. Nunca me había dado cuenta de que yo, durante toda mi vida, había hecho lo mismo conmigo. Había dibujado otras verdades, otras historias, otros Diegos que no se correspondían con el real. Pero el juego había terminado. Tal vez mi encuentro con Max en la noche más calurosa de aquel verano quedó incompleto, pero ahora, muchos años después, sigo recordando con gran cariño todo lo que pasó en aquel pequeño rincón junto a las escaleras mecánicas.
Y aquí estoy de nuevo, esperando en otro aeropuerto la salida de mi próximo vuelo. La rutina diaria se sigue sucediendo mientras yo espero paciente el embarque. Ahora, no imagino historias, le busco a él. A veces creo que me vigila, como hizo aquella vez. Escudriñando todos mis pasos hasta buscar la oportunidad de presentarse de nuevo ante mí con cualquier excusa espontánea. Nunca más he vuelto a pasar la noche en un aeropuerto, pero en ocasiones también deseo que el destino me brinde la oportunidad de hacerlo para saber si así podré estar de nuevo junto a él. Una segunda oportunidad para acabar lo que quedó incompleto.
Sé que nada de eso es verdad, que aquel encuentro quedó enterrado por el tiempo y que nuestros caminos nunca volverán a encontrarse. Pero yo sigo volviendo a ese rincón, a esa noche, para buscarle. A la otra mitad de mi reloj de arena.