Alcohol, depresión y pastillas, el pan de cada día de Park Avenue
Wednesday Martin desnuda las miserias de las amas de casa de la clase alta neoyorquina a través de un polémico libro
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Son las mujeres que almuerzan de punta en blanco en las terrazas de Orsay o Nello un miércoles cualquiera. Las que solo tocan el cemento de la calle al salir del portal, lo que tardan en desaparecer en el Cadillac Escalade que les lleva al colegio de sus hijos. Las que hacen malabarismos para encajar en su agenda las citas con el terapeuta, el chef personal, el paseador de perros, las nannys, el interiorista, la estilista, el marchante de arte, la maquilladora, los chóferes, el encargado de la mansión en los Hamptons y la legión de profesores particulares y entrenadores de sus hijos. Son esposas de financieros multimillonarios que piensan que subir y bajar escaleras junto a su entrenador personal en Bethesda Terrace, en Central Park, es un acto de rebeldía frente a las habituales sesiones de Pilates mezclado con barra de ballet de sus amigas.
Wednesday Martin ha sido una de ellas. Una de las esposas y madres del Upper East Side, el barrio más elitista y conservador de Nueva York, a las que ha retratado en su libro «Primates de Park Avenue». La publicación ha sido una bomba en la alta sociedad neoyorquina: dibuja una vida de extrema riqueza, pero también plagada de competencia despiada, presión y miserias personales.
La mayoría de estas mujeres son licenciadas en universidades de prestigio que cortaron su carrera profesional para ocuparse de sus hijos. Las proles son cada vez más extensas y es la muestra definitiva de la ostentación y el consumo: «Es como los “maestros del universo” –así denomina Martin a estos multimillonarios– alardean de sus fortunas: siendo capaces de proveer todo lo que sus hijos necesitan y colocándolos en los mejores colegios», dijo la autora a «The New York Post».
Crianza a golpe de talonario
La responsabilidad sobre los hijos, conseguir que sean tan exitosos como sus padres, recae de lleno en las madres. Ese es su trabajo y lo afrontan con la misma competitividad con la que sus maridos pelean con otros tiburones financieros. Desde que son bebés, contratan a terapeutas por 400 dólares la hora para que les enseñen a jugar con otros niños de una forma que convenzan a los gerentes de admisión de las guarderías más demandadas, las que ponen la primera piedra para que el niño, en un futuro, consiga una plaza en una universidad como Harvard o Yale. Las guarderías más elistias cuestan entre 35.000 y 40.000 dólares al año. Pero antes, a partir de los tres meses, las madres ya sienten la presión de matricularlos en escuelas como la Diller- Quaile School of Music . Es una práctica habitual que las madres planeen su embarazo para dar a luz en octubre o noviembre, lo que hará que sus hijos empiecen el colegio con la mayor madurez posible.
Los vástagos, cuenta Martin, se han convertido en una vara de medir social: que entren en un buen colegio es un factor de prestigio para los negocios del padre; que sean demandados por otras madres para que jueguen, desde bebés, con otros niños es un arma de poder.
Las mujeres viven subyugadas al éxito de sus hijos y al dinero de sus maridos, que apenas aparecen por casa. «Predomina el perfeccionismo tenso y la dependencia económica», según Martin, que utilizó sus estudios de antropología para indagar en un estrato de la sociedad que es «agua estancada, aunque con brillo y dinero» frente al avance de las mujeres en materia de igualdad.
La segregación por género es parte de su vida. Es habitual que compartan actos benéficos, eventos y viajes solo con otras mujeres de su estatus y que en las cenas con amigos, los hombres cenen por un lado y ellas por otro.
La dependencia llega al punto de que los hombres fijan «bonus salariales» para sus mujeres, un extra de dinero a fin de año si el esposo considera que su mujer ha gestionado bien los asuntos domésticos o si ha conseguido meter a los hijos en un buen colegio. Ese bonus les permite otro bolso Birkin –la medida de la altura social en el Upper East Side–, una donación a una campaña benéfica que provocará la envidia de su círculo u otra sesión de pinchazos de antinflamatorios en los pies para aguantar cinco horas de gala en el Met encaramada a unos tacones Louboutin.
Es habitual combatir la presión social, familiar y marital con vodka desde la mañana y tranquilizantes y antidepresivos por las noches. «Las mujeres que yo conocí los tomaban en mitad de la noche, cuando se despertaban con el corazón palpitando, con ataques de pánico por los colegios de sus hijos, el dinero o la fidelidad de sus maridos».
En una tribuna que Martin firmó este fin de semana en la edición dominical de «The New York Times» , aseguró que estas mujeres «son como amantes, dependientes y sin poder. Solo sentir ese desequilibrio, el abismo que separa su poder del de su marido puede tenerlas despierta toda la noche».
Martin ahora vive en el Upper West Side, al otro lado de Central Park, donde las mujeres tienen algún kilo más que sus antiguas vecinas, donde no se peinan ni se hacen la manicura a diario. Lo peor no es que Martin haya desnudado las miserias de la elite neoyorquina más rancia, sino que las extrañe. «Lo siento, pero echo de menos el Upper East Side», confesó al «Post».