Fuera de sitio

Simone Biles tiene miedo y el mundo tiembla

«A Biles el miedo no la calla, al contrario, la empuja a gritar más alto»

Lola Sampedro

Lola Sampedro

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Nada me da más miedo que el miedo. Ni siquiera la muerte. Estoy tan familiarizada con él que, con el tiempo, he desarrollado un músculo capaz de neutralizarlo, de callar su ruido hasta el mínimo volumen. Pero lo cierto es que nunca desaparece; siempre sigue ahí, latiendo, doliendo. A estas alturas ya tengo claro que tener tanto miedo no es de cobardes. Al contrario, hay que ser muy valiente para asumirlo y seguir adelante a pesar de todos esos mordiscos en las entrañas.

Simone Biles tiene miedo, lleva tiempo avisando. A la presión habitual en el deporte de élite se suma en ella otra aún mayor, el peso gigante de decepcionar a un país entero. Biles lo dijo, le aterrorizaba la idea de fallar a millones de personas. La valentía también pasa por darse cuenta y a pesar de todo contarlo.

Con el tiempo, descubrió el poder de su palabra. Fue justo después de denunciar que el médico del equipo nacional de gimnasia de EE.UU., Larry Nassar, había abusado de ella . En su momento no le dio importancia porque, dijo, sabía que a otras compañeras (cientos de gimnastas) les había hecho cosas peores. Una vez fue consciente, reunió toda su valentía posible y habló. Lo contó y después se desplomó durante un tiempo, consumida por el miedo, la ansiedad y la depresión. Se sintió, según sus propias palabras, «devastada».

Tocó fondo, pero la fuerza de su voz ya había germinado en ella. Biles se sumó al movimiento Black Lives Matter y enarboló el derecho a sentirse libre, sin importar la raza ni el género ni la orientación sexual. Cada vez que lo hacía, cada vez que utilizaba su palabra para intentar cambiar el mundo, se moría de miedo. Cada vez que escribía un tuit, se moría de miedo. Cada vez que se confesaba humana, se moría de miedo. Se moría de miedo y aún así lo hacía, lo hace. Así de fuerte es la mejor gimnasta de la historia .

Lleva tiempo avisando de esos temores que la fagocitan, que la desequilibran. Cuando en 2020 recibió la noticia de que los Juegos Olímpicos de Tokio se aplazaban, se escondió en un rincón del gimnasio en el que entrenaba, se acurrucó y se echó a llorar sin consuelo. Temió no poder aguantar un año más . Eso lo sabemos porque, una vez más, ella lo contó. A Biles el miedo no la calla, al contrario, la empuja a gritar más alto.

Si lleva tiempo avisando, su retirada de estos JJ. OO. no debería ser una sorpresa. Y sin embargo, lo es. En ese empeño por construir ídolos, por convertir a Biles en una superheroína, obviamos todas las señales de que, efectivamente, es mortal. Por más que ella avisara de que es humana, el mundo solo quería verla volar.

Ha tenido que apearse de unos Juegos Olímpicos para que nos tomemos en serio sus advertencias. Biles ha tenido que llorar para que entendamos que ella, igual que el resto, también tiene miedo. Con sus lágrimas nos recuerda que la salud mental es tan importante como la física, aunque no la cuidemos igual. Sabemos que el suicidio, la depresión y la adicción a los ansiolíticos son problemas sociales gravísimos, por más que nuestro sistema público de salud pase por ellos de puntillas.

Biles sabe que la salud mental es más importante que el deporte. La mejor gimnasta de todos los tiempos nos ha demostrado, una vez más, que la fragilidad es patrimonio de los valientes.

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