Con niños berreando en un avión

«El llanto infantil está diseñado para eso, es una alarma tremenda para que los adultos nos encojamos y les prestemos atención»

Escena de 'Aterriza como puedas'
Lola Sampedro

Lola Sampedro

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Hace poco, en uno de mis viajes a Madrid, me encontré en el avión con una mujer desesperada. Una madre con un bebé de pocos meses y un niño que tenía unos tres años. Los dos berreaban como si los estuvieran matando. Yo la miraba y la angustia me devoraba. El llanto infantil está diseñado para eso , es una alarma tremenda para que los adultos nos encojamos y les prestemos atención, porque algo les ocurre aunque no sepamos qué. El ser humano es así de perfecto desde la cuna, luego nos bastardeamos y ahí es cuando nos perdemos.

Otros pasajeros tardaron pocos minutos en quejarse. El que no refunfuñaba más alto de lo normal, se lo decía a las claras: «Señora, calle a esos niños» . El ambiente era insoportable. Ella solo pedía disculpas todo el rato, superada por la situación. Se movía agobiada, intentaba calmar al mayor mientras el bebé bramaba en sus brazos y se retorcía sin apenas consuelo posible. La miraba, sentada una fila antes que yo, y me entraban ganas de llorar a mí también. Quise berrear como una plañidera, levantarme en el pasillo del avión y decir, mientras dejaba mis lágrimas caer: «¡Vamos a llorar todos!».

Por supuesto, no lloré, ni me levanté así de estupenda y loca. La seguí mirando y, cuando mi corazón ya no pudo más, me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda. No, no, me dijo. Me di cuenta de que ella también lloraba, vi sus lagrimones de desespero.

Un señor francamente desagradable y que ocupaba casi dos asientos sin pedir disculpas le dijo que callara «de una puta vez» a esos niños. Recuerdo la gorra de béisbol ridícula y diminuta en su cabeza enorme. La mujer del asiento de detrás del mío se quejó también en un inglés con marcado acento alemán. Sus mechas me molestaron más que el llanto de esos niños. La situación era ingobernable , rozábamos la tragedia cuando vino una azafata. Una mujer muy linda, muy educada, que vio a esa madre exhausta y nos pidió a los demás que tuviéramos paciencia. Llevó unos lápices de colores y un cuadernito al niño mayor, aunque él no les hizo ni caso.

Ella me dijo que no, no, no necesitaba ayuda, aunque estaba claro que sí. Le dije, escúchame, deja que me ocupe de uno de los dos. Me contó que era la primera vez que sus hijos viajaban en avión, iba a Madrid porque su padre estaba en el hospital y sabían que le quedaba poco. Cuando me lo dijo, sentí una ira profunda y casi cojo el micrófono de la azafata para anunciar que, además de las salidas de emergencias y las mascarillas de oxígeno, señoras y señores, tenemos esta situación complicada que hay que entender. Y el que no la entienda, que se rasque.

Le dije que yo me ocupaba de uno y ella quiso que fuera del mayor. Lo intentamos, pero con tres años es imposible, ya saben dónde está exactamente su lugar seguro, su madre (o su padre, si fuera el caso). No quiso estar conmigo aunque hice como que sabía dibujar. Aguantamos poco tiempo así, al cabo de nada yo ya estaba cogiendo a ese bebé maravilloso, que lloraba desconsolado cuando, de repente, se calló. Y pensé: «Este granuja se ha dado cuenta de lo mucho que me gustaría darle de mamar».

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