Lola Sampedro
El niño más guapo del mundo
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En 'El chico más bello del mundo' (Filmin) una artista del manga explica cómo hay un momento en la vida en que toda persona pasa por el esplendor de su belleza. Nunca fuimos más bellos ni nunca lo seremos más que en esa corta etapa de nuestra existencia. Visconti supo condensar en 'Muerte en Venecia' esa eclosión fugaz de la hermosura a través de ese efebo llamado Björn Andrésen. El documental intenta explicar cómo el adolescente vivió y vive como una desgracia la hipérbole de haber sido el más bello del mundo.
En el título lo llaman chico, aunque en realidad era un niño. Un huérfano de 15 años que, empujado por su abuela, acude al casting para la película que lo haría famoso en todo el mundo. Durante la prueba, Visconti y otros adultos le hacen pasear semidesnudo mientras comentan aspectos de su físico. Es demasiado alto, es guapo tan rubio… Hablan entre ellos, y no al crío, que acaba en calzoncillos, asustado como un perrito en casa extraña. Hablan como si ese niño fuera un coche nuevo, un vestido sin estrenar, una piruleta recién abierta. Aunque el director de cine asegura que quiere despojarlo de toda mirada sexual, sus palabras van desacompasadas con lo que las imágenes nos muestran. Todo lo que hay alrededor de ese adolescente bellísimo es sucio, huele mal.
Cincuenta años después del estreno de 'Muerte en Venecia', el documental intenta explicar, sin conseguirlo, la decadencia de ese niño, su camino hacia la desgracia. Vemos a Andrésen perdido en ese pasado radiante: en el rodaje de 1971; en los estrenos en Londres y en Cannes. Había transcurrido apenas un año, el adolescente ya tenía 16, y durante una rueda de prensa en la que Visconti no lo deja hablar, lo mira con cierto desprecio y dice: «Ya ha crecido, ya no es tan guapo como en la película». Lo terrorífico es que la sala entera rio la gracia que el italiano ni siquiera había dicho como un chiste.
El documental recorre la vida del chico más bello del mundo sin atreverse a profundizar en lo realmente importante. Cuenta por encima un supuesto síndrome de Diógenes y el alcoholismo de Andrésen, pero es sobre todo cobarde a la hora de abordar el abuso sexual infantil y la prostitución. El actor recuerda cómo Visconti y sus amigos lo llevaron a un club gay después el estreno en Cannes. Lo rememora con pocas palabras, dice que nunca había estado en un lugar así: «Era el infierno. Con las paredes rojas y pintura negra brillante. Bebí todo lo que encontré, me emborraché tanto que no recuerdo cómo volví a casa». Eso ocurrió después de esa rueda de prensa en la que él ya no era tan guapo porque tenía 16 años y no 15.
La cobardía del documental también te obliga a leer entre líneas cuando recuerdan el viaje a Japón, donde Andrésen se convirtió en la primera súper estrella occidental. El primer ídolo de masas de aspecto caucásico, cuyo físico influyó para siempre en el arte del cómic nipón. La que fue su institutriz durante el rodaje de la película cuenta que algo pasó durante aquella visita a Japón, Björn nunca más fue el mismo y ella no volvió a verlo después de aquello. Por eso es cobarde el documental, porque no se atreve a denunciar con claridad los abusos sexuales infantiles. No hacen falta detalles escabrosos ni morbo repugnante, pero sí claridad. Sin ella todo reduce a una superficialidad insufrible. Tan insoportable como ese hombre consumido por su ego y por sus traumas, velados hasta el delirio.