Fuera de sitio
La fuerza del cariño y las ganas de llorar
«Llorar y hablar son dos acciones incompatibles, no se pueden hacer a la vez. Y es justo en ese momento del medio, cuando la glotis se te sube y se te encoge, y te duele y te quema, cuando tienes que elegir entre una cosa u otra»
El otro día vi a un extraño llorar en la calle. Estaba sentado en uno de esos bancos inhumanos que algunos ayuntamientos colocan para que las personas sin techo no puedan tumbarse a dormir ahí. Esos que tienen un separador, un reposabrazos, justo en la mitad. Era un hombre de unos 50 años y lloraba sin taparse la cara. Lloraba, pensé, sin que le diera vergüenza derramar lágrimas en la vía pública. No es la primera vez que me cruzo con alguien que llora, pero sí la primera que veo hacerlo con tanta desinhibición, con tanta dignidad. Al menos eso me pareció a mí.
El momento me abrumó. Al principio dudé, quise pensar que lloraba de alegría. Yo lloro mucho más a menudo de felicidad que de tristeza. De hecho, me cuesta recordar la última vez que lloré desolada. Sin embargo, aún tengo en mi memoria algunos momentos radiantes de mi vida que me sacaron las lágrimas. Algunos tan mundanos que me da pudor hasta confesarlos, como cuando mis hijos eran pequeños y los llevábamos a la Cabalgata de Reyes. Cada año, al ver sus caras extasiadas, la felicidad me sobrepasaba y lloraba como una plañidera. Yo le decía a mi hijo mayor, no te oyen, tienes que gritar más alto que quieres que te traigan una bicicleta. La primera que tuvo, el único regalo de Navidad porque era muy especial. Y él chillaba con todas sus fuerzas, con todo el esfuerzo del que era capaz. Se desgañitaba ilusionado y sonriente mientras yo me derretía y me rendía ante mi llanto y lo dejaba salir allí, entre un público que por suerte tenía algo mucho mejor que contemplar que a una madre llorona.
La naturaleza también suele abrumarme hasta llorar como un bebé de teta. Me ha pasado muchas veces, pero quizá la que más recuerdo es aquel día en la Garganta del Diablo. Fuimos a las cataratas de Iguazú y pagamos eso que llaman la 'excursión en gomón', es decir, te llevaban en una especie de zodiac justo por debajo de donde cae toda esa agua salvaje. Soy una mujer de ciudad, los que me conocen saben que voy poco a nada a la montaña. La única naturaleza que necesito de verdad y de forma permanente es el mar. Sin embargo, hay lugares que, como digo, me superan. La llorera que me entró en la Garganta del Diablo me duró durante un buen rato después de haber acabado la excursión. Algunos hasta se preocuparon y me preguntaron si me pasaba algo. Claro que me pasaba algo, era feliz y podía sentir en ese momento la felicidad de una forma superlativa.
Por esto que cuento quise pensar que aquel extraño lloraba de alegría, pero creo, aunque no lo sé con certeza, que aquel hombre estaba vencido. Había en su postura una derrota difícil de contar. A medida que pasaban los minutos, la tristeza se iba apoderando de su cuerpo y se le hundía el pecho. Lo sé porque tomaba un café justo en la terraza de enfrente de ese banco y, aunque no quería mirarlo, lo miré. Pensé en levantarme, en ir y preguntarle si necesitaba ayuda, pero me dio mucha vergüenza. Pensé que si fuera yo quien llorara así en un banco en plena calle no querría que nadie me interrumpiera. Quizá me equivoqué.
Pensé en todo esto el otro día al escuchar a Carles Francino emocionado en su programa. Después de haber estado ingresado por Covid, habló de la fuerza del cariño. Nos recordó cómo los sanitarios son un enjambre, cómo a veces se les nota cabreados y asustados. Y mientras lo escuchaba pude sentir ese dolor en la garganta de quien intenta hablar cuando está al borde de las lágrimas. Llorar y hablar son dos acciones incompatibles, no se pueden hacer a la vez. O lloras o hablas. Y es justo en ese momento del medio, cuando la glotis se te sube y se te encoge, y te duele y te quema, cuando tienes que elegir entre una cosa u otra. O hablas o lloras. Francino, de alguna manera y ante el pasmo de todos, hizo las dos cosas. Para conseguir eso tienes que hacer un esfuerzo sobrehumano. Si parar el llanto es difícil, mucho más aún es frenarlo mientras intentas articular palabra.
Consiguió terminar lo que quería decir y entre todas esas palabras dichas con la garganta dolorida, hubo unas que congelaron mi corazón: «Hay personas a las que les molesta las alusiones a muertos y hospitalizados». Esa falta de humanidad que cada día es más notable. Eso sí dan ganas de llorar .