Cómo salir de la selva en un avión de hélices destartalado
Turismo de aventura de verdad, tormentas implacables, y caminatas en mitad de la madrugada, así fueron esas cortas vacaciones
Había planificado las vacaciones con muy poco tiempo de antelación, como siempre. Ella hizo las maletas mientras que él se encargó de reservar los vuelos. Para llegar a la selva tenían que hacer dos trayectos : un viaje en avión desde la capital hasta una ciudad cercana a la amazona; y otro vuelo en una minúscula avioneta hasta el corazón de la selva. Iban a estar solo tres días en el campamento así que solo hacía falta una mochila con ropa que aguantase el clima cambiante y húmedo de la zona. Cuando volvieran de ahí, tenían que tomar un vuelo, muy temprano en la mañana, que les llevaría hasta una isla de arena blanca y aguas cristalinas para terminar ahí los días de descanso. No podían perder conexiones, retrasarse, o todas las vacaciones se irían al garete.
El vuelo salió a tiempo y llegaron hasta la ciudad. En el segundo aeropuerto las cosas empezaron a complicarse. La avioneta que les llevaría al «paraíso» no aparecía. Tras un retraso y un sorteo sobre qué pasajero no cabía en la aeronave, pudieron volar hasta el interior. Desde lo alto empezaron a ver maravillas. Montañas que emergían de la nada como gigantes batallando con las nubes , un río tan oscuro como el azabache que serpenteaba entre mares de árboles verdes y lagos brillantes como la plata.
El aeropuerto no era más que una pobre pista de tierra que alcanzaba lo justo para que pudiese despegar y aterrizar un avión mediano. No había controles, solo una pequeña caseta en la que los pasajeros esperaban a que llegaran sus vuelos.
Ahí fueron recibidos por el dueño del campamento, que los llevó en un coche todoterreno hasta el lugar. Atravesaron el pequeño pueblo en un par de minutos y llegaron al paraíso prometido. El hospedaje no iba a ser de lujo. Habían hamacas colgadas frente a la laguna brillante desde las que se podían ver los saltos y cascadas menores que desembocaban en ella. El comedor consistía en un par de mesas largas . Ellos durmieron en una pequeña habitación con litera.
En la mañana se embarcaron en la primera aventura : atravesar la laguna y realizar una expedición a pie entre la selva. Llegaron a un salto de agua impresionante. Para seguir la ruta, debían atravesar por detrás la cascada. El ruido de los millones de litros de agua dulce cayendo era ensordecedor , y poderoso. Pasaron por detrás, protegidos de la cortina de agua solo por una cuerda que actuaba como baranda. Se empaparon con la «llovizna» y se sintieron diminutos. Siguieron caminando hasta que llegaron a otra poza, de color rojo y con una par de playas. Se relajaron ahí un rato, conversando con otros compañeros de ruta, y disfrutando de un baño en las aguas que eran extrañamente cálidas.
Partieron hacia otro salto, más pequeño, que también debían atravesar por un pequeño túnel de agua y roca. Ahí el camino era más sinuoso, resbaladizo y peligroso . Una par de personas tropezaron, se golpearon las rodillas o sufrieron rasguños, una tontería comparada con lo que «sufrirían» más tarde.
Regresaron por el mismo camino, en el que pudieron ver hormigas enormes, árboles gigantes que tapaban el sol y disfrutar de los sonidos de la naturaleza. Las pequeñas canoas con las que había cruzado la laguna le esperaban en la orilla, y desde ahí contemplaron el atardecer, que teñía de naranja y púrpura al cielo y se reflejaba majestuosamente sobre la laguna . Impresionados y cansados, volvieron al campamento para disfrutar de una cena ligera y prepararse para la parte más dura de la ruta que realizaría al día siguiente.
Desayunaron algo potente para aguantar las horas de viajes que tenían por delante. El destino final, en cuya base había otro campamento improvisado, era una gran salto de agua, el más alto del mundo. Para llegar a él debían recorrer río arriba durante un par de horas, caminar un gran trecho en una explanada donde habían caseríos de aborígenes, y volverían al río, para navegar otras horas hasta llegar a la base donde dormirían. En la madrugada tenían que iniciar una caminata montaña arriba para llegar hasta el punto más cercano a la cascada desde tierra sin equipos de escalada.
Las canoas era lo suficientemente grandes para transportar a unas 12 personas y un par de bolsos con víveres y ropa seca. Se embarcaron en el río y comenzó la aventura. El caudal no era muy fuerte, por lo que los tripulantes, indígenas de la zona, advirtieron de que las aspas de la hélice del motor se podría dañar si golpeaban con rocas del fondo. El motor casi no hacía ruido, por lo que en el trayecto se podía disfrutar del canto de los pájaros y los sonidos de la selva adentro. Hacía calor, pero también bailaba un tenue viento que hacía más llevadero el viaje . Pararon a tomar el almuerzo cerca de un pozo, que tenía una pequeña cascada. Ahí disfrutaron del agua y de la comida fría.
Los tripulantes aprovecharon para cambiar la hélice del motor que había quedado estropeada. Volvieron a la canoa para seguir el viaje por otro río, más profundo, más impresionante. Las mesetas gigantes se levantaban como titanes en la jungla , confirmando lo pequeño que es el hombre ante lo imponente de la naturaleza. El río, que parecía negro, r eflejaba las nubes como si de un espejo se tratara. Había paz, hasta que el tiempo empezó a cambiar. Es lo más normal en climas selváticos, la humedad gana la batalla y hay muchas lluvias intensas durante todo el año.
La lluvia
Los truenos y relámpagos anunciaban la llegada inminente de la tormenta. La segunda hélice había empezado a dañarse antes que el caudal del río empezara a subir. El guía y los tripulantes se miraron las caras. Llevaron la canoa hasta el borde del río y, sin calzado, ni nada, se fueron selva adentro. Los diez turistas que viajaban empezaron a hacer preguntas. La hélice ya se había roto y el motor no respondía. El repuesto estaba en el campamento base, pero esa era la última embarcación que subiría esa tarde por el río. Nadie podía rescatar a los aventureros, así que los nativos,conocedores de la selva, el camino y sus secretos, se fueron a pie hasta el campamento, que se encontraba a unas dos horas de ida andando.
Comenzó la espera, y el nombre del sector en el que estaban no podía ser peor, el cañón del diablo. La lluvia llegó tenue, pero su potencia aumentó en cuestión de minutos. Era un diluvio, y el río había empezado a aumentar su caudal y a ser más potente. Alguien que había hecho la ruta, dijo que los más seguro era quedarse en la canoa. Ahí, aunque el nivel del río subiese, estarían a salvo de los animales peligrosos , y los insectos venenosos que podrían estar en el terreno. Los chubasqueros que llevaban los turistas no ayudaban para nada. El agua había calado todas su ropas, aunque las de repuesto estaban a salvo.
El guía entró en pánico y pidió montar un campamento improvisado en lo alto del terreno porque aseguraba que los tripulantes no volverían . El agua estaba cerca de tres metros por debajo de la zona más plana del terreno, así que tuvieron que hacer una mini escalada para llegar ahí solo para percatarse que la zona no servía de refugio. La lluvia les seguía empapando, así que el guía dijo que lo mejor era utilizar el plástico que protegía los víveres y la ropa seca como toldo.
La peor idea de todas, aunque solo un par de turistas se opusieron públicamente . En el traslado de los bolsos, el agua caló todo. Colgaron el plástico como pudieron e hicieron una cama con las sábanas que debían llegar secas al campamento de verdad. La lluvia seguía y el toldo improvisado empezaba a sufrir. Tras un par de horas, y cuando ya estaban sentados en mitad de la selva, preocupado los las criaturas que ahí hacían vida, apareció una luz en el río.
Un murmuro se escuchaba lejano y la luz empezó a parpadear más. Tras algunas segundo de pánico, se percataron de que eran los indígenas con una gran linterna y una nueva canoa , con un motor más potente. Desarmaron el campamento y metieron en las bolsas las sábanas mojadas que ya no podrían darle cobijo esa noche. Bajaron la pendiente con todo el cuidado que pudieron y abordaron la nueva canoa.
El guía se mostraba apenado. Todavía faltaban muchos minutos de recorrido por el cañón del diablo . En mitad del río, dejó de llover y las nubes abandonaron el cielo, dejando una noche negra, cerrada y sin luna. Era la mejor oportunidad para disfrutar de un cielo estrellado como nunca habían visto en sus vidas. Durante todo el camino fueron escoltados por las laderas casi verticales de las montañas hasta que llegaron a lo que parecía una isla. Desembarcaron y comenzó una caminada de más de media hora hasta el campamento de verdad. Eran las tres de la madrugada, y en dos horas debían comenzar el ascenso hasta el salto de agua, el motivo del viaje. Uno de los nativos decidió asar un par de aves de la zona con un método local para quien tuviese hambre. Todos estaban algo hambrientos pero el cansancio cerró algunos ojos antes de que abrieran las bocas.
Todavía era de noche cuando el guía empezó a despertar a los turistas. Algunos se negaron a despertarse, dijeron que mejor veían el salto desde lejos. Ellos no había sufrido tanto para abandonar, así que se vistieron con las prensas que estuviesen menos mojadas y comenzaron la caminata. Todo era selva, verde, rocío mañanero y sonidos desconocidos. A lo lejos se escuchaba el golpe de agua, peor no podían verlo. A medida que avanzaban amaneció, y tras muchos más minutos llegaron al primer mirador. Ahí estaba el salto, imponente, pacífico y peligroso al mismo tiempo. Era un hilo de agua de pocos metros de ancho que se convertía en lluvia en la base. Ellos estaban mucho más abajo de esa lugar, y descansaban en una pequeña poza que se formaba. Dos o tres se atrevieron a meter su cuerpo ahí. El agua estaba helada. Incluso un ruso que viajaba con ellos salió tiritando y arrepintiéndose .
Reanudaron la marcha hasta el sitio más cercano al salto. Sí, él se mostraba más bello aún. Tenían que mirar todo antes que las nubes tomaran la punta de la montaña. Desde ahí podían observar los múltiples arcoiris que se formaban y escuchaban el rugido de la corriente . La tormenta y la aventura había valido la pena. El aire se sentía más puro, el agua más sabrosa y el cielo se veía más azul. Tras pasar un rato en el sitio, hicieron el camino de vuelta. Almorzarían en el campamento real.
Dos, tres, cuatro horas. No sabían de verdad cuánto tiempo duraría el viaje de vuelta, aunque como iban con la corriente era mucho más rápido. El vuelo de vuelta a la ciudad salía a las dos de la tarde. Llegaron al campamento con la idea de cambiar sus ropas mojadas y salir pitando a la pista de tierra.
El avión
El dueño del campamento les detuvo. Les pidió disculpas por el percance y les aseguró que el avión de esa hora no se iba nunca sin todos sus pasajeros. Se comieron un par de huevos revueltos, obligados, y salieron al aeropuerto. Al llegar a las 14:15 no había avión, nada. Preguntaron y les dijeron que el último vuelo había salido a las dos en punto. No había más vuelos comerciales en todo el día.
Más desastre. Él tomó al guía por la camiseta y le amenazó : o los sacaba de ahí y llegaban al aeropuerto en la ciudad antes de las siete de la tarde, o se enfrentaría a las consecuencias. El dueño del campamento, sudando y temblando , habló con algunas personas que estaban en la pista y después volvió.
«Si les parece bien, pueden ir en un avión viejo que sirve para transportar comida a un pueblo militar que queda al otro lado del río. Desde ahí se llega por tierra al aeropuerto. Solo tendrían que tomar un taxi, que en hora y media les dejará en su destino», dijo.
Ellos se miraron las caras, calcularon los tiempo y observaron el avión. Era muy pequeño, como si fuese un caza soviético de la II Guerra Mundial. Iba con motor de hélices y estaba destartalado . Era la única opción. Aceptaron y el dueño del campamento les dio el dinero que debían pagarle a un taxista que les esperaría en el pueblo militar.
Subieron a la bodega del avión. No tenía más que dos ventanas circulares pequeñas llenas de arañazos para ver hacía el exterior. Los asientos eran un par de retablos mal enganchados , y compartían cabina con sacos de harina, botellas de agua, y paquetes de arroz. El piloto era un señor regordete y amable que iba vestidos como si fueran a la playa.
La puerta y algunos instrumentos estaban sujetos con alambres, y en alguna de las pantallas no se mostraba información. El copiloto era muy parecido al capitán. Los tripulantes parecían muy confiados, y le aseguraron que un par de minutos estarían en el pueblo. Se rieron de la aventura, y emprendieron vuelo.
Nunca antes habían estado tan temerosos de volar . Y nunca antes un avión había hecho tanto ruido al despegar. Cuando la aeronave despegó su tren delantero de la tierra, todo empezó a repiquetear. Ellos se tomaron de la mano y se reían para liberar la tensión. Una vez en el aire, la nave no hacía más ruido que un autobús, y desde ahí pudieron apreciar cómo un río negro y otro marrón se fundían en una danza varios metros bajo sus pies. La naturaleza y su hermosura volvían a calmarles.
Pasaron varios minutos hasta que divisaron un pueblo a lo lejos. El avión se preparó para el aterrizaje. Ellos volvieron a sus «asientos», y entrelazaron sus manos. Fue menos tortuoso de lo que imaginaron. Aterrizaron sanos y salvos. Habían salido del corazón de la selva, con sustos.
Un taxista les hizo señas desde lo lejos. Se encontraron con él, hablaron de lo sucedido y subieron al coche. Ahí comenzó otra aventura.