Mi verano entre los muertos
Fueron aquellos meses de calor de 2007 en los que decidí que intentaría ser periodista
Ahora que está usted aquí, quizá atraído por el llamativo título (una costumbre que se ha extendido desde hace un tiempo al periodismo online en busca de usuarios únicos), he de confesarle que no es del todo lo que parece. No me malinterprete, no estoy mintiendo, es tal cual, porque el verano que he decidido contarles es el que pasé rodeado de muertos… pero no recientes, sino de hace más de 3.000 años.
Fue el verano de 2007, precisamente en los meses en los que, mientras vaciaba carretillas y picaba, decidí que quería dejar de ser arqueólogo para intentar ser periodista, desencantado como estaba de lo primero y entusiasmado con la posibilidad de lo segundo. La arqueología parecía siempre en crisis, a pesar de que objetivamente se encontraba en un buen momento por el «boom» de la construcción, que multiplicó por diez el número de excavaciones. Eran los efectos de la burbuja inmobiliaria, que tanto trabajo nos dio a los arqueólogos, pero que más aún les quitó a los que continuaron en ella cuando se pinchó un año después. Y a pesar de las bonanzas, los sueldos en la mayoría de las ocasiones rondaban los 900 euros, si es que no te obligaban a ser un falso autónomo. El esfuerzo físico era grande, el trabajo precipitado por la presión de las constructoras, disgustadas por tener que asumir los presupuestos de las excavaciones, y la inestabilidad continua, siempre pendiente de cuando te llamarían para otro yacimiento.
Reconozco que yo tuve suerte y apenas estuve parado, pero cinco años fueron suficientes. A veces pienso que, aunque excavé cosas muy bonitas, aguanté más por los compañeros que me encontré en aquella travesía que por el trabajo en sí. Pero ya tenía 29 años y aún quería ser periodista, que era lo que siempre había deseado, desde que a los 10 me acostumbré a dormir con la radio debajo de la almohada (una costumbre que aún permanece inalterable desde entonces). Y elegí estudiar historia, aún sabiendo que la de ahora es la profesión que siempre me había rondado en la cabeza, mientras que la arqueología me la había encontrado por el camino.
La de aquel verano fue la última excavación de mi vida antes de entrar a ABC. El yacimiento se encontraba en Torrejón de Velasco , una pequeña localidad madrileña en la frontera con Toledo. Yo vivía en Galapagar y eso me obligaba a salir de casa todos los días a las 5.30 de la mañana, como si los muertos, las cerámicas y los ajuares que allí sacamos, no pudieran esperar unas horas más después de tres mil años enterrados. Pues no, había que construir una urbanización encima y ahora les corría prisa. No creo que Indiana Jones se haya levantado alguna vez a esa hora, por mucho que haya corrido delante de gigantescas rocas a punto de aplastarle. Memeces.
Los vivos
Me llamaron en octubre de 2006. Aquel proyecto tenía dos partes: « La Cuesta », un asentamiento que había tenido una ocupación humana continuada desde la Edad del Cobre hasta la del Hierro, es decir, miles de años hace ya miles de años; y « Camino de Seseña », un yacimiento romano. Comenzamos a trabajar en el primero, excavando silos de uno y dos metros de profundidad repletos de fragmentos de cerámica de la época y restos de huesos, mientras la idea de hacer un máster de periodismo iba cogiendo forma en mi imaginación. Era rara la ocasión en la que una vasija o recipiente salía intacto, pero cuando lo hacía, era un gusto dejar aparcado el pico grande y coger las herramientas más pequeñas, para intentar sacarlo cuidadosamente, dibujarlo y fotografíarlo.
Volví a coincidir en aquel yacimiento con los arqueólogos y amigos con los que ya había excavado en muchas ocasiones. Esos que habían retrasado inconscientemente mi cambio radical de vida. Creo que estar a gusto en un trabajo, en lo que a las relaciones personales se refiere, es tan importante casi como lo profesional, y aquel peculiar grupo cubría con creces ambas necesidades.
Estaba Miguel , que aparecía cada mañana con su Harley Davidson, su barba y su pelo largo, como sacado de una banda de moteros de Los Ángeles. Siempre el primero en llegar y el último en irse. Era una bestia picando, y daba la sensación de que si no le interrumpías pidiéndole que te contara alguna de sus inverosímiles historias de juergas, viajes o funerales (hasta aquí puedo leer), podría excavarse todos los yacimientos de la Ribera del Manzanares en una sola mañana él solo. Pensarán que exagero, pero ustedes no conocen a Miguel. También estaba Enrique y sus experiencias en la guerra de Bosnia , que contaba casi obligado por mis insistentes preguntas. Ya asomaba por ahí esa querencia hacia las entrevistas, pero está claro que él no se sentía muy cómodo recordando ciertos episodios, que solía cortar de raíz para hablar del lince ibérico y otros animales, su gran pasión. No había pájaro que nos sobrevolara que él no reconociera. Un día, para que se hagan una idea, llegó a parar el coche que nos llevaba al yacimiento para apartar el cuerpo de un zorro absolutamente aplastado por los coches de en medio de la carretera. Yo no lo entendí, llámenme insensible. Suerte que nunca hice un viaje largo con el bueno de Quique.
También estaba Laura . Les podría contar muchas cosas buenas de ella, pero lo que realmente me gustaba era el gazpacho que le hacía todos los días su madre, Hilda, y que yo engullía. Después de unos meses trabajando juntos, ella le decía: «Hija, espera, que se te olvida el gazpacho de Israel». Jamás la conocí en persona, he de reconocer, pero tiene un hueco en mi corazón (¡ah, y Laura, claro!). Bea era la arqueóloga más aplicada, todo lo hacía bien y de buena gana, igual que Mamen . Lillo , el gamberro, con las historias de su banda en los camerinos de la mitad de las salas de Madrid. Hay alguna anécdota junto a Jerry González que aquí no se puede contar. También estaba Primi , que se perdía en cada fragmento de cerámica (total, solo sacábamos cuatro o cinco sacos diarios) y se arrimaba continuamente a Miguel para escuchar sus historias. Y Yoli , cómo no, siempre sonriendo y bromeando. Tan pronto la veías vaciar un silo de tres metros de profundidad, como la escuchabas cantar y bailar, o algo que se le parecía, desde dentro, con su metro sesenta de estatura y sudando la gota gorda en aquel agujero claustrofóbico. Parecía la favorita de todos, la mía seguro, y era de esas personas a las que te costaría encontrarle un enemigo. A todo el mundo le gustaba tenerla cerca, sobre todo a mí, que también daba cuenta de los sándwiches que se preparaba con cariño. Picar de 8 a 17 horas me daba hambre.
Los muertos
Los recuerdo a todos ellos, a los vivos, pero no me pregunten por los muertos, ni cuántos fueron ni sin tenían nombres como «Lucy». Eran solo números cuyos huesos acababan repartidos en bolsas de plástico. Pero, sin embargo, tengo presente esa especie de sentimiento de alteración un tanto ridícula al pensar, cuando daba con uno, que yo era la primera persona con la que aquellos antiguos habitantes de la Edad del Cobre y del Hierro habían tenido contacto en los últimos tres milenios, los que llevaban olvidados en aquel descampado en medio de la nada, sin que nadie supiera que estaban allí.
Soy consciente de que, quizá, fuera un sentimiento demasiado infantil para un arqueólogo como yo, que llevaba ya cinco años dedicado a la profesión. Pero recuerdo pensar entonces, mientras sacaba la tierra de entre las costillas y el cráneo con el destornillador y el pincel, que aquel «tipo» que había encontrado llevaba ahí enterrado quinientos años antes de que los romanos dominaran el mundo y más de mil quinientos desde que 800.000 visigodos , comandados por Teodorico II , conquistaran la Península Ibérica. Solía hacer esos cálculos (estúpidos) continuamente, en silencio, mientras trabajaba. «El tío éste pasaba por aquí mil años antes de que Cleopatra reinara en Egipto, de que naciera Séneca, de que Julio César fuera asesinado a puñaladas por sus senadores o de que naciera Jesucristo». ¡Mil años antes! Como si ahora tuviéramos que esperar hasta el año 3.000 para que apareciera un nuevo Mesías o para convivir con estos personajes históricos... posiblemente en Marte.
La despedida
Así pasé mis últimos días como arqueólogo, comentando con mis compañeros la información de los distintos máster que había visto, mientras sacaba mi último muerto sin nombre, el que ilustra este artículo. Mientras pensaba en aquello de que el historiador documenta el pasado y el periodista cuenta el presente, hasta que era interrumpido por Enrique con sus prismáticos para ver el último «pájaro», que era todo lo que yo podía identificar incluso viéndolo de cerca. O mientras excavaba un muro romano haciendo una ridícula coreografía con Miguel y la canción de Luz Casal « Un nuevo día brillará » sonando de fondo. O mientras ambos nos asomándonos al silo donde Yoli nos iluminaba con su último paso de ballet subterráneo, estilo pato mareado. El calor nos quemaba las neuronas, no cabe duda.
A finales de septiembre vino la llamada de este periódico, informándome de que había sido aceptado en el máster. El 1 de octubre de 2007 me despedía de mis compañeros, los que me habían acompañado, un yacimiento tras otro, desde que pisé mi primera excavación en Villaverde Bajo cinco años atrás. Cuatro días después entraba en ABC, donde sigo. Todos ellos, mis compañeros y amigos, tampoco se dedican ya a la arqueología.